Estoy paseando por los alrededores
de la plaza de las Glorias de Barcelona, horrible monumento
a la vanidad, y donde se levanta un edificio que es también
un supuesto monumento a los atributos masculinos y que se
llama Torre Agbar. Por lo menos, alguna cabeza supuestamente
pensante ha decidido tirar abajo las construcciones que se
levantan en la plaza y hacerla mejor desde el punto de vista
de la estética y de la facilidad de tránsito. Una
construcción de estructura fálica sobre una plaza de
contorno circular me parece…
Esta plaza de las Glorias me recuerda el “scalextric” de la
plaza de la Constitución de Ceuta.
Ahora mismo me llega el comunicado de que en Ceuta están a
21º y Málaga a 28º… ¡qué calor!, aquí estamos un poco más
fresquitos, a 18º y bajando.
Paseando, veo a varios políticos con aire decidido
adentrándose en la torre Agbar. Ignoro el motivo de esa
entrada. No los sigo porque mi interés por las cosas de
Barcelona se ha ralentizado bastante desde que resido en
Ceuta.
Estoy contento, no digo supercontento para no molestar a mis
detractores, porque cada día que pasa coronan con la diana
del acierto las opiniones que he estado vertiendo en la
prensa sobre política en general y del PP en particular.
Lo de Mariano Rajoy se veía venir desde lejos, desde la cima
del Everest. La intransigencia del conservadurismo más
ramplón sólo puede encontrar cobijo en partidos de derecha
más derechista y ni siquiera sopesan las condiciones, que
imperan hoy en día en tiempos avanzados, con las que
establecer unas pautas para llevar la política de la derecha
en la democracia.
El PP nunca fue, ni será, un partido homogéneo. Está
compuesto, en su mayor parte, por gente que se consideran
condes de los de antes, de aquellos con derecho a pernada,
propietarios de partes divididas del inmenso solar que es el
país. Gente que no permiten que otros les gobiernen, sean de
signo político que sean. Gente con quienes la democracia
resultaría un cuadro en abstracto colgado en el más
recóndito rincón de cualquier sótano secreto.
La intolerancia de esa gente ha quedado patente con los
fingimientos forzosos de las salidas del partido de gente
considerada icono. Fuera de tiempo. Fuera de tono.
Decisiones que por viejas hablan por sí solas de quienes son
quienes.
Gente que no pueden esperar al Congreso de su partido para
plantear las contradicciones que corroen su ideal. Gente que
no dan la cara para ver si los votos, de sus propios
correligionarios, van a su favor o en contra. Gente que
prefieren imponer su punto de vista forzosamente sin
proponerlo para su estudio, ratificación o rectificación.
Es una constante del PP que miembros significativos del
partido salgan por la puerta de atrás, dejando con un palmo
de narices a sus electores.
Mariano Rajoy, como buen gallego, es terco y firme en su
decisión de presentarse a presidente del partido, a más de a
presidente del Gobierno en las próximas elecciones, a pesar
de que lleva a cuestas dos derrotas significativas.
El golpe de timón que ha realizado el gallego tenía que
haberlo hecho antes, antes de la precampaña de la crispación
y ello hubiera cambiado el signo de las elecciones de 2008.
No fue así. No hizo el menor intento de cambio de rumbo en
su política y el resultado está ahí: inamovible como los
conservadores mismos.
La vergüenza está presente en esas manifestaciones de gente
pepera ante su propia sede. Son gente que no paran de
manifestarse -si dejaran de hacerlo caerían enfermas- ante
la más mínima ocasión. Son gente que no quieren democracia
pero usan la misma cuando les conviene. Gente que quieren
levantar ampollas pestilentes con el único fin de destrozar
la libertad de elección y la libertad de decisión aceptada
por mayoría, siquiera simple.
Intolerancia e intransigencia, lemas de la derecha más
papista que el Papa o, si quieren, más franquista que el
propio, por ellos, llamado caudillo. ¿Dónde irán a parar?
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