Después del dialogante sarao que
nos trajimos ayer, me lancé en “petit comité” ante
representativos fieles de las tres religiones hermanas -¡y
que rezan al mismo Dios!- a perfilar la semblanza del
patriarca de referencia (ya saben que no estoy alineado) en
base a la Biblia, obra humana en teoría inspirada por Dios…
y a la historia. ¿La pasada columna?. Verán, me limité tan
solo a interpretar el escabroso pasaje bíblico (Génesis 12,
10) tal cual. ¿Se dan cuenta ahora, amigos, de lo peligrosas
que son las lecturas integristas, es decir “avant la lettre”,
de cualquier texto presuntamente sagrado?.
La gran aportación en la historia de las religiones de la
saga (conjunto de leyendas) de Abraham, es el paso de los
sacrificios humanos (¿a Dios?) en el Oriente Medio de cuño
semita, a la sublimación de los mismos mediante un ritual
alternativo. J. Frazer explica admirablemente en “La Rama
Dorada” el sacrificio del macho cabrío como “chivo de
expiación”: en todo caso el ser humano es substituido por
animales, lógico por lo demás entre pueblos pastores por los
que, desde el comienzo de la Biblia, un Dios caprichoso y
excluyente prefirió a los agricultores: la historia de Abel
y Caín, el primer exiliado de la historia (Génesis 4), es un
trasunto de este enfrentamiento secular que en España
cristalizó con la Mesta; Abraham y José eran también, cómo
no, pastores. También es interesante el culto a los
protectores clánicos, quizás como espíritu de los
antepasados y cuyas huellas pueden rastrearse en la Biblia
donde se define a estos ídolos como “terafim”. Consulte el
interesado lector Génesis 31: la fuga de Jacob con sus
mujeres, Raquel y Lía, de la casa de su suegro Labán.
Según las últimas investigaciones, el “Abraham” histórico
sería originario de Jaran (bien al norte de Tamar, Palmira)
y solo una tardía tradición remontaría la estirpe a “Ur de
los caldeos”. Trashumante en Sikem (Génesis 15), un Dios
nacionalista que Abraham equipara con “Él, deidad supremo en
la región sirio-cananea, le promete la posesión de la tierra
a sus descendientes “desde el río de Egipto hasta el Río
Grande, el río Éufrates”. Si ayer comentaba que podemos
remontar los relatos hasta el siglo XIX de la Era Común,
ciertos autores apuestan por el siglo XIV. Se trataba en
todo caso de grupos beduinos ganaderos, de carácter
trashumante y con un régimen patriarcal y clánico-tribal,
según refleja su religión. La nación que luego se llamará
Israel tiene un origen mixto, tras el maridaje entre un
grupo no semítico de “hurritas” procedentes de las montañas
del Kurdistán con tribus dispersas conocidas por fuentes
contemporáneas como “habiru”, que al atravesar finalmente la
Palestina histórica se mezclaron con la población semita
cananea, tal y como refleja el Génesis en las leyendas de
los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob. También todo apunta a
que los futuros “hebreos” estuvieron muy ligados a los “hicsos”,
cuya estela siguieron cuando éstos invadieron Egipto entre
1700 y 1580 antes de la Era Común introduciendo el caballo y
el carro de guerra asentándose en el Delta, dando pie a las
dinastías XV y XVI. Derrotados, elementos supervivientes
bien pudieron haber partido con otro mito: Moisés. Pero esa
es otra historia, en parte ya adelantada en su momento por
Hobbes, Spinoza y Astruc.
|