Al señorío ministerial, me pega,
que le gusta distraer al personal. Parece que la crisis
económica no le quita el sueño. O quizás sí, y haya pensado
buscarle un entretenimiento a la ciudadanía, pensando que la
libertad religiosa es una catarsis. La religión siempre
levanta pasiones, a pesar de que la Iglesia de hoy tenga más
cristianos a tiempo parcial, que cristianos de una pieza.
Tal vez le convenga a un gobierno ahogado, por la actual
crisis que ocultó, esparcir botafumeiro. Así la riada de
desempleados, las familias que piden coberturas sociales y
no reciben nada, ni migajas, apenas se les ve ni se les oye
en sus suspiros. La guinda fue puesta en escena días pasados
por parte de la vicepresidenta María Teresa Fernández de la
Vega, cuando habló de ciertas reformas que pretenden llevar
a cabo próximamente. La inquietud, o el divertimento de
distracción para otros, se ha servido pues en bandeja. Sea
como fuere, la polémica ahí está, fagocitando el verdadero
problema de esas personas que se las ven y se las desean
para vivir con un mínimo de dignidad.
Y digo yo, aunque sea un don nadie. Propóngase lo que se
quiera, nunca impóngase nada, jamás la intolerancia
religiosa, que ya sería la primera discriminación, y máxime
cuando aún son mayoría los padres que han elegido la
enseñanza de la religión católica para sus hijos. Dicho lo
anterior, prioricen, no distraigan. A poco que uno ponga el
oído en el desespero de los sin voz, pide con urgencia, si
quiere por decreto: sálvese a los pobres que cada día lo son
más en este injusto y falso bienestar social. La verdad que
tiene bien poco sentido gastar energías y pedir consensos
para reformar una ley que ya garantiza la libertad y el
pluralismo religioso. Si hay algo en la España actual que
está garantizado es la no discriminación por razón de
creencias. No así otros derechos, que son principios
rectores de la política social y económica, como es la
política orientada al pleno empleo. Lo demás, subrayo, es
distraer al personal.
Precisamente, en el uso de todas las libertades hay que
observar el principio ético de la responsabilidad personal y
social: en el ejercicio de sus derechos, cada uno de los
hombres y grupos sociales, como son en política los partidos
políticos que concurren a la formación y manifestación de la
voluntad popular, están obligados por simple ley natural o
humana, bautícese como se quiera, a tener en cuenta los
derechos de los otros, los propios deberes para con los
demás y el bien común de la generalidad. Con todos, sin
distinción alguna, hay que obrar según justicia y humanidad.
No creo que sea justo, ni mucho menos humano, obviar el
sufrimiento de familias que malviven en la más absoluta
marginalidad, los primeros afectados en cualquier crisis;
personas dejadas a la deriva por un frío sistema productivo,
en la cuneta de los excluidos.
El mundo de la marginalidad, aquel que todavía suele acudir
antes a una institución católica que a una ventanilla de las
diversas administraciones, por algo será, tienen necesidades
perentorias que deberían ser un reclamo prioritario para
nuestras conciencias y para las decisiones políticas. Por
desgracia, la disparidad entre ricos y pobres se ha hecho
más evidente e inquietante, también en nuestro entorno más
próximo. Hay gente que vive en la exclusión y gente que vive
en el lujo, y hay barrios en los que se alza el poderío y
polígonos en los que lo único que se alza es la miseria. La
pobreza y un estilo de vida consumista existen uno junto al
otro, pero no cohabitan. Una línea invisible separa muchas
de nuestras sociedades y barrios. A veces, hasta la calidad
de los servicios ofrecidos por las mismas autoridades varía
enormemente. Qué casualidad, casi siempre los peor asistidos
suelen ser los más necesitados.
Si la libertad de conciencia y de creencias es un elementos
esencial de la democracia, que persisto ya lo tenemos
garantizado, igualmente han de serlo otros derechos
debilitados. Hablo del derecho a la vida, por ejemplo, donde
España es el país de la Unión Europea en el que más sube el
aborto en los últimos diez años (un 99%). Asimismo diversos
informes revelan que las torturas, tratos inhumanos o
degradantes, en nuestro país no son casos aislados. El
incremento de bandas de crimen organizado en no pocas
ocasiones pone en entredicho la seguridad ciudadana. Todos
estos desajustes también rebajan liberaciones. Todo ello no
deja de poner una grave interrogación en nuestro camino que,
se acrecienta aún más, cuando ves que poco importan las
libertades individuales frente a las exigencias económicas.
Pero todavía hay otro plus, si queremos hablar de libertad
religiosa. Nos recuerda la constitución que los poderes
públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la
sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones
de cooperación, citando expresamente, a la Iglesia Católica.
Empeñarse, pues, en apartar a los ciudadanos de profesar la
religión, aparte de ser anticonstitucional, aprisiona
libertades y sería mezquino. En cualquier caso, si hay que
afanarse en la libertad religiosa que lo sea, que ya lo es,
pero también en el respeto debido a los sentimientos
religiosos, que esto no siempre lo es.
Aunque yo sigo pensando, por más que le pongo ganas, que no
veo la prioridad de una ley de libertad religiosa en este
momento en el que creyentes y no creyentes se entienden,
cuando hay otros excesos que rayan la ilegalidad que habría
que priorizar y poner en orden antes que el caos nos
antidemocratice, como puede ser el poder judicial, la
enseñanza de un sistema educativo totalmente fracasado, la
salvaje economía de mercado que no redistribuye y esclaviza,
la salud más desprotegida que nunca, una calidad de vida
estresante con un medio ambiente irrespirable, por citar
algunos despropósitos que piden a gritos amparo. Está bien
que el Estado tome la opción por las garantías de los
derechos y libertades, pero que prevalezca el sentido común
y, allá donde el río no ande revuelto, dejemos que siga
corriendo el agua por el cauce. Que ya tenemos bastantes
problemas sin espíritu resolutorio. Y el tiempo nos come.
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