Tenia como apodo Bigote y decían
de él que era un prodigio de la intuición. Y es que Pepe
Jiménez, que así se llamaba mi amigo Bigote, gozaba de
una facilidad asombrosa para percatarse de las cosas al
primer golpe de vista o para darse cuenta, sin necesidad de
razonamientos, de cosas que no son patentes para todos.
A mí me tocó vivir a su vera situaciones donde él emitía su
opinión, aparentemente descabellada, y que luego se cumplía
tal y como había previsto quien fuera un hombre de confianza
de Lucio Blázquez, propietario de Casa Lucio;
restaurante famoso, situado en la popular Cava Baja
madrileña.
Tales eran sus aciertos en adelantar acontecimientos, que
durante mucho tiempo fue reclamado por algunos hombres de
negocios para que asistiera con ellos a reuniones donde iban
a tratar de alianzas comerciales. Con el fin de asegurarse
si los posibles socios eran de fiar para Bigote. Y en vista
de que se había cundido por Madrid que éste acertaba mucho
más que erraba en sus predicciones, nunca le faltó tarea.
Bigote era un lector empedernido. Y su cara no aparentaba
que estaba cultivado hasta extremos insospechados. Parecía
más bien un campesino que acaba de dejar su pueblo y que se
había instalado en Madrid porque una hija se le había casado
con un cargo ministerial. Durante las cuchipandas parecía
estar ausente. Sin embargo, sus ojos camaleónicos no perdían
el menor detalle de cuanto acontecía a su alrededor.
Un día, del verano de 1979, estábamos sentados en la terraza
de Romerijo, cuando apareció de repente Antonio
Arribas; conocido por ser uno de los “choris” más famoso
de Marbella. Antonio y Pepe se fundieron en un abrazo. Y
Arribas fue al grano: “Pepe, necesito medio millón de
pesetas ya mismo”. Y Bigote se fue derecho a Pepe Romero,
dueño del establecimiento... Media hora más tarde Arribas
nos decía adiós con mucha prisa.
Romero, que había adelantado la pasta, tenía sus dudas. Y
Bigote le decía: Antonio Arribas no sólo volverá con el
dinero en la fecha prevista sino que, además, repartirá
ganancias. Y así fue. Hombres así, con ese don, son
necesarios en muchos sitios. Al menos para evitar que siga
habiendo timadores de cuello duro, y traidores por sistema.
Mientras escribo no sé por qué se me viene a la memoria que
Jenaro García-Arreciado no tuvo a nadie de los suyos
que le dijera que Juan Luis Aróstegui no es de fiar.
Me imagino a Bigote, olfateando al secretario general de
Comisiones Obreras, y diciendo con su voz aguardentosa y sus
mofletes airados: éste tío, querido Jenaro, no vale nada.
Así que no se te ocurra pactar con él el 20% del próximo
Plan de Empleo. La verdad es que a mí no me hizo el menor
caso. Pero a Bigote seguro que le hubiera prestado atención.
Tampoco se le hubiera escapado a mi amigo, Bigote, el
comportamiento que iba a tener Salvador de la Encina
con el onubense en el tramo final. Y, desde luego, no se
hubiera callado como he hecho yo que tenía tragado que De la
Encina llevaba un tiempo jugando con dos barajas. Pero la
simpatía que le tengo al diputado socialista me impidió
salir diciendo que éste estaba usando su influencia para
defenestrar a García-Arreciado.
Ojalá que a partir de ahora no tenga yo que darle la razón a
Pacoantonio, cuando pone a De la Encina a parir.
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