Y ya van dos desde los comienzos
de nuestra azarosa Transición: porque si Leopoldo Calvo-Sotelo
se fue físicamente, Adolfo Suárez está tiempo ha muerto en
vida. Calvo-Sotelo, el hombre cuya investidura como
presidente del Gobierno de España fue abruptamente
interrumpida por la asonada del 23 de febrero de 1981, fue
despedido en las mismas Cortes por militares de ambos sexos
y de todos los cuerpos que, por vez primera, entraban en la
Cámara Baja en honrosa misión institucional.
Sentí abandonar el lunes la ría del Eo sin poder permitirme
el lujo de haberme quedado en su ribera para despedir a un
hombre que entró en nuestra Historia por la puerta grande y
con el que, al menos en dos ocasiones, tuve el honor de
intercambiar con franqueza diferentes opiniones. La primera
cuando por aquellos lares, subiendo la montaña, afrontaba en
unas difíciles condiciones cierta responsabilidad
institucional; la segunda en conversación más relajada,
según el apunte que conservo, en compañía de uno de sus
hijos, regidor por un tiempo de la villa de Castropol. Al ex
Presidente, hombre honesto, coherente y con una soberbia
preparación intelectual, conservador pero liberal, siempre
educado y finamente irónico, no le caían precisamente bien
los periodistas aunque respetaba su trabajo y, también, no
acababa de calar que alguien pudiera navegar en algún
momento por ambos cauces. A Leopoldo Calvo-Sotelo le
gustaban los deportes náuticos y no era raro verle, en sus
tiempos, practicar esquí acuático por las mansas aguas de la
ría que une, más que separa, las orillas hermanas de
Asturias y Galicia. Precisamente en la orilla izquierda y al
lado del antiguo faro, en la señorial villa de Ribadeo, se
encuentra el pétreo y aplanado chalet familiar en el que
solía buscar paz y sosiego en la época estival, protegidas
siempre sus puertas por al menos una pareja de la Guardia
Civil. Pero Calvo-Sotelo se nos fue al final a su estilo,
elegante, callado y sin estridencias, releyendo en la
biblioteca de su mansión de Somosaguas y tocando (era un
gran experto en música) el piano. Don Juan Carlos no pudo
buscar mejores palabras; después de alabar su lealtad a la
Corona y tras destacar su contribución a la Transición, el
Rey fue emotivamente rotundo: “Ha muerto un gran español, un
gran hombre de Estado, un demócrata y una persona muy
querida”. Ciertamente.
Calvo-Sotelo no vivió precisamente unos tiempos fáciles al
frente del timón del Gobierno, en los que el reguero de
víctimas asesinadas por ETA eran enterradas en la
clandestinidad, por miedo a la reacción popular. Torpedeado
desde dentro por una UCD que se deshilachaba día a día,
Calvo-Sotelo aguantó elegantemente el tipo incorporando a
España en la OTAN y convocando unas elecciones anticipadas
aun intuyendo, de antemano, el equipo y el nombre del
ganador: el PSOE de Suresnes (no exactamente la histórica
formación de izquierdas) liderado por Alfonso Guerra y
Felipe González, dos jóvenes políticos aupados por los
Estados Unidos y generosamente financiados, desde Bonn, por
la socialdemocracia alemana. Se nos ha ido un gran hombre,
que supo demostrar valor en los momentos difíciles sabiendo
estar a la altura de las circunstancias.
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