Un observatorio internacional que
defienda a los creyentes de cualquier tipo de actuación que
pueda entenderse como un ataque, una difamación, etc., ya
sea dirigida a las instituciones o a los símbolos sagrados
de las religiones, como consecuencia de una malentendida
libertad de expresión, viene siendo propuesta permanente de
observadores internacionales y personas con
responsabilidades eclesiales. Suelen alegar que se trata de
una situación global que merece una respuesta global. De
entrada a mi no me parece mal la idea, cuando menos para
poner a los segadores de la libertad religiosa al
descubierto. Recopilar datos que coartan libertades,
centralizar la información, hacer un análisis de la
situación partiendo de informaciones contrastadas y
objetivas, lo veo saludable, en la medida que se va a poder
hacer valer un derecho, el religioso, al que nadie tiene
derecho a segarlo.
Dicho lo anterior, también conviene tener en cuenta que en
la divulgación de la fe religiosa y en la introducción de
costumbres hay que abstenerse siempre de cualquier clase de
actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión
inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de
personas menores de edad, en situaciones difíciles o
necesitadas. Tal comportamiento debe considerarse como abuso
del derecho propio y lesión del derecho ajeno. En este
sentido, pienso también que el observatorio internacional
podría prestar una gran ayuda para el discernimiento y no
sobrepasar los límites de la libertad religiosa, ni a favor
de unos ni de otros. De igual modo, la muerte de Dios que
algunos intelectuales quieren imponer, tácita o
explícitamente mediante un estéril culto del individuo
endiosándolo al capricho, cebado por el consumo bestial y
dejándolo sin tiempo para pensar, tampoco me parece ético,
puesto que también confina la libertad a lo antiestético.
Los derechos de los creyentes, sí. Imposiciones, las
mínimas, provengan de donde provengan. La libertad siempre,
clara y libre. O lo que es lo mismo, una laicidad auténtica
y efectiva como propugna nuestro sistema constitucional, de
apertura y de colaboración. Una llave verdaderamente justa
para la convivencia, donde el hecho religioso está ahí, en
positivo, bajo el aval constitucional. El observatorio
también podría ser de gran utilidad para poner en entredicho
aquellos Estados constitucionales o Comunidades Autónomas,
si es que los hay, que pasan de promover un clima de armonía
y una legislación capaz de serenar los ánimos, permitiendo a
cada persona vivir libremente su creencia. El papel de la
religión a favor del amor y la no violencia, es la puerta
más nítida de la libertad. Obviarlo es tan mezquino como
antidemocrático. Por consiguiente, me sumo a ese
observatorio internacional de libertad, siempre que su hoja
de ruta se fundamente en el respeto a todo ser humano y en
no casarse nada más que con la conciencia crítica de la
escucha y de la conclusión consensuada.
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