Me pongo a escribir a la hora que
está anunciado el comienzo del Debate del Estado de la
Ciudad. Pues son las diez de la mañana. Pero reconozco que
he estado a punto de dejar el folio en blanco y salir
corriendo hacia lo que es llamado pomposamente Palacio de la
Asamblea. Con el único fin de divertirme un rato y, de paso,
hacerle al debate la crónica de humor que está pidiendo a
gritos desde hace mucho tiempo todo debate municipal. Pero
entiendo que ello no entra dentro de mi cometido actual. Y,
claro, consigo frenarme.
Sería conveniente, y creo haberlo dicho muchas veces, que
cuanto ocurre en los plenos fuera expuesto en los periódicos
con sorna. Es necesario que salga algún periodista con ganas
de contarnos situaciones que pasan inadvertidas y que deben
ser objetos de suma atención. Porque a mí me consta que más
de tres horas de cháchara entre políticos da para mucho
divertimiento.
Creo que junto a la información de cuanto acontece en las
sesiones plenarias y debates de cualquier tipo, deben
existir los escritos donde la burla fina sea capaz de
hacerles ver a los diputados la parte cómica que muestran en
muchas de sus intervenciones. Incluso les vendría muy bien
reírse de ellos mismos con lo que les dijera alguien que
tuviese dominio de la ironía. Lo cual no es fácil. Todo hay
que decirlo.
Confieso que cuando dedicaba parte de mi tiempo a observar
con atención cuanto sucedía en los plenos, quienes más juego
me daban eran quienes habían jurado permanecer en silencio
aunque fueran tachados de impresentables. Daba gusto verles
sentados en sus escaños sin decir ni pío y bostezando a
calzón quitado. Los diputados no habladores solían exhibir
un muestrario de tiques que daban para más de una crónica.
Me extasiaba viendo la cantidad de visajes con que adornaban
su rostro los diputados. Tampoco faltaban las posturas
horteras y los tocamientos en partes pudendas y otras
lindezas por el estilo. Y qué decir de las miradas que se
cruzaban entre partes y de qué manera los silencios sonoros
eran presagios de odios africanos de por vida.
También dedicaba gran atención, cuando yo asistía a los
plenos, a los discursos. Apuntaba en mi libreta todos los
atentados que cometían los políticos contra el lenguaje. Los
había que me daban un juego inconcebible. El mismo, a qué
engañarnos, que pueden dar los actuales diputados. Y que me
hace pensar cómo los medios están desechando la publicación
de una sección que terminaría acaparando un gran número de
lectores.
Por ejemplo: sería interesante el que la gente supiera a qué
dedica Grodillo su tiempo cuando está Yolanda Bel
en posesión de la palabra. Resultaría conveniente el
comprobar si Juan Vivas sigue convencido de que sin
despeinarse puede salir airoso de los ataques de Mohamed
Alí. Muy crecido desde que se ha convertido en la mosca
cojonera que molesta en nombre de Jenaro García-Arreciado.
Y poder contar que, al fin, ha acertado Inmaculada
Ramírez en sus intervenciones.
Pero en los plenos hay muchas otras situaciones a las que se
les puede sacar punta suficiente como para distraer a los
lectores. Verbigracia: destacar los ternos de Francisco
Márquez y el arte que tiene para casar las prendas que
se pone. Es el Petronio del Gobierno. Y, por encima
de todo, escudriñar a Guillermo Martínez. Que tiene
toda la pinta de quedarse dormido en cualquier momento.
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