Me imagino a los tripulantes del
“Playa Bakio” cuando fueron asaltados por los piratas
somalíes, ateniéndome a lo que tantas veces he leído sobre
lo que suponía para cualquier español ser apresado por los
berberiscos en el Quinientos, viviendo un drama.
Un drama que, en principio, constaba de tres actos: primero,
verse de la noche a la mañana de libre en cautivo, con la
consiguiente estupefacción y más jindama que Curro Romero
cuando un mal día le dio por torear toros de Phala.
(morlacos portugueses, muy en la línea de peligrosidad que
se le reconocía al entonces presidente Oliverio
Salazar) Segundo. Armarse de paciencia, y pensar que
serían rescatados por medio del gobierno de la Monarquía.
Pero ni Carlos ni Felipe estaban por la labor.
Y bien que lo supo Cervantes en su momento, cuando
instaba a la invasión de Argel para salvar a casi veinte mil
cristianos en cautiverio. Tercero. No incomodar a los
piratas, pues empalar a un cautivo costaba nada y menos.
Eso sí, en aquellos tiempos había también familias que
sufrían en sus carnes la situación de los suyos y hasta se
arruinaban con tal de recuperar a sus seres queridos. Y, por
lo tanto, necesitaban de la ayuda de los intermediarios.
Algo parecido, cambiando lo que haya que cambiar, a esos
abogados del Reino Unido que se encargan, actualmente, de
pactar condiciones y cobrar la recompensa.
Semejante labor la realizaban Órdenes religiosas
especializadas en rescates, como trinitarios y mercedarios.
Y mucho me temo que aquellos santos varones no actuarían
sólo por amor al prójimo. Y en mis notas, sacadas de
lecturas, aparecen los Reyes Católicos dando su carta de
licencia el 10 de mayo de 1501 a favor de un vecino de
Medina-Sidonia, llamado Juan Caballero, para que
durante tres años pudiese andar pidiendo limosnas, con las
que rescatar a sus hijos, cautivos de los moros. Y no
faltaban las peticiones de ayuda directa a la Corona. La
realidad es que mediante ese procedimiento los cautivos
morían la mayoría. Y se puso de manifiesto que los Reyes
estaban dispuestos a jugársela en guerras religiosas y nunca
por españoles cautivos.
Por consiguiente, a mí me parece bien, y más que bien
requetebién, el final que ha tenido el secuestro del “Playa
Bakio”. Aunque el Gobierno de ZP haya tenido que
entregarle a los abogados británicos la pasta consiguiente.
Todo antes que perderse en discusiones o permitir que un
ministro de Defensa convenciera al presidente de la
conveniencia de abordar a veinte piratas famélicos, armados
hasta los dientes y dispuestos a morir matando. Claro que de
haberse seguido las directrices marcadas por Gustavo
de Arístegui, y otros de su cuerda, se hubiera dejado
la vida de los cautivos a su suerte. Menos mal que cuando
proclamó que con los piratas no se dialoga alguien le
respondió, tan rápido como acertadamente, que se entregara
él cual rehén a cambio de la tripulación.
Tampoco vale recordar que contra la piratería sólo hay un
remedio: colgar al pirata del palo mayor. Poniendo como
ejemplo lo que no ha mucho hicieron los franceses por medio
de comandos especiales. Porque no hay dos situaciones
iguales. Ello me hace pensar, torcidamente, que quienes se
han manifestado así, no les importa el mal precedente
sentado por el rescate. Y sí les fastidia haberse quedado
sin paladear el morbo de una posible tragedia.
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