Estamos comiendo, en familia, ante
la pantalla del televisor. Como plato principal tenemos
suculentos y enormes bistecs de ternera acompañados de
sendas patatas “a lo pobre” que bañamos en una salsa “all i
olí” tan buena que a veces me muerdo el dedo. Nada más dar
el primer bocado al suculento bistec, hecho al punto,
aparece el endemoniado locutor del telenoticias y nos
comenta que han muerto dos personas a causa del mal de las
vacas locas. No vean el respingo que pegamos.
Que añadan que estos dos fallecimientos no tienen
consecuencias epidemiológicas es una metedura de pata
porque, precisamente, se le entiende todo lo contrario.
Bueno, pese a ello seguimos comiendo la carne como si nada
tuviera que ver. Lle-gados al final de la comida nos
enfrascamos en agradable tertulia en la que predomina el
tema de la encefalopatía espongiforme bovina y de cómo ha
podido surgir en pleno siglo XX. No se tienen noticias de
que haya ocurrido antes este fenómeno.
Lo curioso es que muchos ceutíes acuden al país vecino para
comprar grandes partidas de carne bovina. Que se sepa, en
ese país no existen las normas que rigen los mataderos
españoles, ni los certificados que garanticen la sanidad de
los produc-tos animales destinados al consumo humano y ello
confiere que si algunos animales sacrificados tienen ese
mal, a comer y santas pascuas. No pasa nada.
Que yo sepa, ningún alimento que haya sido cocinado
previamente antes de su consumo puede transmitir
enfermedades propias del animal sacrificado. Si está mal, el
gusto se encarga de advertirlo y es desechado inmediatamente
y si está contaminado, sin sabor a eso: contaminación, el
aceite o el agua hirviendo los descontaminan en un
periquete. Como mucho, nos comemos las posibles bacterias y
los virus fritos o asa-dos. El estómago ya se encarga de
hacer el resto con sus ácidos destructores.
Que nos infecten animales vivos es plausible, pero que nos
infecten con sus en-fermedades animales muertos mediante el
sacrificio ya es difícil. Aún así, si nos sirven trozos de
cadáveres de animales no sacrificados, fallecidos a causa de
su propia en-fermedad, esos trozos ya contienen tantos
virus, bacilos y bacterias como los trozos de animales
sacrificados sanitariamente. A menos que se lo coma uno
crudo…
Choca de verdad que en países subdesarrollados, en los que
el sistema sanitario de control animal deja mucho que desear
o no existe, veamos miles de cadáveres de animales de toda
clase colgando en los tenderetes de las medinas, de los
zocos, de los mercados, etc. rodeados de insectos volátiles
y soltando tufos insoportables. Horas y horas se exponen
así, al sol y al polvo callejero, sin que afecten a los
compradores ni les produzcan la muerte inminente. ¿Son
controlados esa clase de cadáveres antes de su consumo?, lo
dudo.
Creo, sinceramente, que ese mal ha sido instigado, como
todas las epidemias mo-dernas, por pruebas científicas en
busca de soluciones sanitarias hasta que llegan en un
momento crucial que se les escapa de las manos.
Los ordenadores son infectados diariamente por miles de
virus creados por mentes humanas en estado degenerativo, tal
vez afectadas por el mal de la encefalopatía es-pongiforme
humana, y no me extraña en absoluto que otras mentes, no
menos dege-neradas, jueguen con virus mortales y los suelten
por motivos ignorados contra sus propios congéneres… el SIDA
nunca existió anteriormente y eso es un punto de refe-rencia.
Al igual que los virus informáticos, se expanden sin control
y aunque son neu-tralizados momentáneamente… siguen ahí
atentos al menor hueco.
Que no nos pase “ná”
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