De nuevo, un fin de semana para nuestras competiciones
locales y, con ellas, una vez más, se volverán a llenar las
gradas de los campos de deportes con los padres o familiares
de los jugadores que participan en competiciones de la
Federación de Fútbol. Aunque esta generosa “multitud” de
progenitores por desgracia, solo se observará en las
categorías inferiores (prebenjamines, benjamines y
alevines). En cambio, en los campos en dónde los jugadores
han llegado a las categorías de infantil y sucesivas, el
interés deportivo de los padres no será tan considerable
como en las otras categorías mencionadas, observándose en
muchas ocasiones una ínfima asistencia en las gradas.
En muchas ocasiones, me he planteado la duda, de lo puede
ser mejor para el deportista en esta edad ¿Unas gradas,
llena de padres e familiares o completamente vacías? En mi
opinión, por supuesto me deleitaría, una asistencia masiva
de padres, familiares y amigos apoyando a su hijo, a sus
compañeros y a su equipo. Aunque, por otra parte, pienso
que, es también evidente que los padres son responsables de
la educación de estos jugadores/hijos y, no todos los padres
lo ponen en práctica a la hora de asistir a una competición
en un fin de semana y manifestar un comportamiento
perjudicial.
Un comportamiento negativo, que suele aplicar una minoría de
estos padres durante toda la temporada y, por desdicha en
aumento gradualmente cada año. Estas conductas, en ningún
caso ayudan a los hijos/jugadores a establecer y lograr
objetivos realistas, ni contribuyen a favorecer el respeto
de las reglas del deporte. La realidad es que, la educación
social y deportiva debe empezar por los progenitores como
ejemplo a seguir.
Este ejemplo de educación, no se cumple en muchas etapas de
la competición. Esta carencia, la podemos encontrar
cualquier día, al inicio de un partido cualquiera, dónde se
crea una situación desfavorable para el jugador con la
llegada de la familia a las puertas del terreno de juego.
Esta situación, se produce unos minutos antes de que el
jugador tome contacto con sus compañeros de equipo y con las
instrucciones de su entrenador. A partir de este momento o
quizás antes (en el vehículo familiar o en su domicilio),
los padres de estos jugadores (entre 5 y 10 años)
proporcionan una continua avalancha de instrucciones que, a
menudo contradicen las directrices del entrenador en el
trabajo semanal desarrollado, y por tanto, confunden a estos
jugadores a la hora de desarrollar el deporte (se entiende
que en estas edades el aprendizaje es fundamental y quién se
lo aporte). No contentos con ello, estas adversas
instrucciones continúan desde las gradas, llamando la
atención del jugador y con ello, menospreciando de alguna
manera las instrucciones del entrenador a sus jugadores
durante el transcurso del partido.
Estos problemas, no suelen acabar con estos ordenamientos
paternales o familiares, pues no satisfechos con el
desarrollo del juego, estos padres, suelen colocarse cerca
del terreno de juego, maldiciendo “todo lo que se menea”,
protestando o gritando continuamente a todo el mundo sin
importarle la actividad deportiva que se está desarrollando
y la edad de los jugadores que participan (aunque su hijo
esté implicado). Esta furia desenfrenada, por tanto, es
emprendida contra el jugador contrario, el árbitro, el
entrenador contrario o el de su equipo y termina en un
enfrentamiento verbal con los familiares del otro equipo
participante. Su idea fundamental, darse a conocer a los
presentes en una carta de presentación como el mejor padre,
entrenador o árbitro. Por ello, no contentos con estas
aptitudes dantescas, cuando han terminado con los demás,
critican tanto en el terreno de juego como fuera de ellos, a
sus hijos, menospreciando sus limitaciones deportivas, no
llegando nunca a estar satisfechos con su participación.
Estos motivos, son suficientes, para amenazarlo con quitarle
esta actividad si no realiza sus mandatos deportivos,
perjudicándolo como persona y como deportista.
Esta actitud psicológica sobre el jugador, suele ocurrir por
esta minoría, aunque importante, cada semana de competición,
provocando un estado de confusión emocional que, en
ocasiones le hace perder los papeles sobre el terreno de
juego en contra de los intereses de su equipo, perjudicando
a sus compañeros a la hora de jugar e ignorando las
instrucciones de su entrenador.
Actitud que termina causándole un estado de estrés a la hora
de afrontar un simple partido de fútbol (en muchas ocasiones
encontramos niños llorando por este motivo al final del
partido).
Por suerte, para nuestra sociedad caballa y el deporte, los
padres problemáticos son una minoría. La mayoría de los
padres aportan una contribución positiva al aprendizaje y al
desarrollo evolutivo de sus hijos en las actividades
deportivas hacia el futuro.
Ahora bien, no hay que olvidar nunca que, esta mayoría de
padres, tiene la obligación moral de desaprobar las
conductas de los padres o familiares que posean una dinámica
disfuncional hacia lo racional del deporte en las gradas o
fuera de ella. Dinámica, que ocasiona con ello ante todo,
una falta de respeto a estos pequeños jugadores en la
formación de valores y patrones de comportamiento.
Quizás estos padres, no entiendan que, a estas edades ningún
niño puede ser Maradona o Pelé, ni ellos, pueden ser los
mejores entrenadores ni árbitros perfectos. Pero, si deben
de actuar como padres preocupados del bienestar social y
deportivo de su hijo, dejándolos en manos adecuadas
(educadores/entrenadores preparados) durante toda la niñez y
juventud, preocupación que, deja mucho que desear en esta
Ciudad en la actualidad.
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