El pavoroso silencio del PP sobre Ceuta y Melilla, antes de
las elecciones del 9-M y ahora también, alienta la sospecha
de que la negociación emprendida por Rodríguez Zapatero con
Marruecos sobre el futuro de las dos ciudades no es una
iniciativa que lidere en solitario. Hay suficientes
antecedentes que apuntan a que los dos principales partidos
de la España democrática han estado de acuerdo desde el
comienzo de la Transición, hace ya tres décadas, en buscar
una salida política a la situación de las dos ciudades
españolas en el norte de África.
Para los desmemoriados no está de más recordar que aquel
“tanque de ideas” que fue Godsa (Gabinete de Orientación y
Documentación, S.A.) creado a finales del franquismo por
políticos y militares próximos a los servicios de
información para influir en el cambio de régimen, y del que
Manuel Fraga fue mentor intelectual, elaboró varios
documentos defendiendo compartir con Marruecos la soberanía
de Ceuta y Melilla. Sostenían que la mejor fórmula, aceptada
por Hassan II, era nombrar a los herederos de las dos
coronas copríncipes de Ceuta y a los segundos en la
sucesión, la Infanta Elena y el Príncipe Rachid, copríncipes
de Melilla.
La “hoja de ruta” seguida por Zapatero, en la que se asegura
que dentro de nueve años las dos ciudades alcanzarán un
nuevo status, y el autismo del principal partido de la
oposición, hacen pensar en un Pacto de Estado que superaría,
incluso, a socialistas y populares.
Si el futuro de las dos ciudades está comprometido y
sentenciado, ¿por qué no explicar públicamente los motivos?
¿Por qué hacerlo a espaldas de la ciudadanía? La tradición
histórica española a la hora de entregar territorios, sea o
no en procesos de descolonización, es nefasta. Y en el
último siglo con Marruecos como protagonista. Primero el
Protectorado, después Ifni y más tarde el Sahara Occidental.
Siempre gratis total y sin capacidad de negociar
compensación económica o estratégica alguna.
Causa envidia el ímpetu de la diplomacia británica,
sustentada en gran medida por las capacidades militares de
Reino Unido, a la hora de afrontar reivindicaciones
territoriales en todo el mundo. Baste recordar el episodio
de las Malvinas y la fulminante reacción de Londres para
mantener la soberanía sobre unas islas de escaso valor
geoestratégico a miles de kilómetros de la metrópoli. Sin
hablar, por cercano, del caso de la roca gibraltareña
arrebatada por la Corona británica en 1713.
Si, realmente, nos encontramos ante un Pacto de Estado no
explicado, ¿qué provecho espera sacar España por ceder parte
de la soberanía de Ceuta y Melilla?, descontado el objetivo
irrenunciable de asegurar el futuro de los ciudadanos
españoles en ambas ciudades. La pregunta más lógica es:
¿obtendremos, a cambio, la cosobernía sobre Gibraltar? La
experiencia acumulada inclina a pensar que podemos
encontrarnos dentro de un decenio con Ceuta y Melilla
marroquinizadas en lo político, lo demográfico, lo cultural
y lo económico, y el ministro de Exteriores de turno seguir
negociando sobre un Gibraltar cada día más gibraltareño.
Si no fuera por la importancia de lo que está en juego para
convertirnos, de una vez, en una potencia media respetada,
sólo quedaría el consuelo romántico, que no político en una
Europa unida, de que Portugal reconozca definitivamente la
españolidad de Olivenza, recuperada en la Guerra de las
Naranjas. Después de que el historiador Stanley Payne acaba
de desvelar que el dictador Franco abrigó la intención de
invadir Portugal para ver cumplido su sueño imperial, ni
siquiera podemos aspirar a que Lisboa esté por la labor.
* Subdirector de ‘El Imparcial’
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