Esperanza Aguirre se
camelaba a Francisco Umbral diciéndole que se
prohibía bailar con él porque un hombre sin barriga es muy
peligroso. Y al columnista, dominador de una lengua a la que
le supo sacar tonos incomparables, se le caía la baba y
comenzó a tratarla como si fuera una diosa.
Lo primero que hizo Umbral fue pregonar que la chica había
empezado a cultivarse y que ya se le iba notando que estaba
muy leída. Con lo cual trataba de evitar que se le siguiera
teniendo como una ignorante atolondrada y que cada vez que
abría la boca era para meter la pata hasta el corvejón.
Porque quién no se cuerda de cuando Aguirre era perseguida
por el grupo de reportero del programa Caiga quien caiga,
que intentaba retratárnosla como una tonta del bote que
estaba siendo protegida por el autoritario José María
Aznar. La Esperanza de entonces, es decir, la que yo
recuerdo más, era la viva imagen de una mujer tenida por
aburrida burguesa, harta de estar en casa, cursi de gestos y
ademanes, que buscaba destacar en la vida política, con el
único fin de sentirse viva.
Dicen que la señora Aguirre de ese tiempo intentaba ganarse
la voluntad de Aznar, con sus consabidas armas de mujer,
para que éste la nombrase ministra de Defensa. Soñaba ella,
por lo oído y leído, con convertirse en la primera fémina
dispuesta a asumir un ministerio donde saber mandar es lo
principal. A partir de ahí dicen los militares más
encopetados que todo resulta fácil para el ministro. Porque
la autoridad no se discute. Por más que cada cual piense lo
que piense...
En aquello años, sin embargo, ni el Ejército ni el PP
estaban en condiciones de permitirse el lujo de acceder al
capricho de una riquita que se había impuesto como meta el
deseo de destacar a cualquier precio. Y mucho menos si ésta
daba la impresión de estar paseándose por esa línea tenue
donde no se apreciaba aún si pertenecía al género de las
personas atontadas o bien se hacía la alocada para que sus
disparates fomentaran su popularidad. Nada que ver con el
nombramiento de Carmen Chacón.
Pues bien, aquella EA (que fue presidenta del Senado y
ministra de Educación y Cultura) es la misma, aunque mucho
más peligrosa, que ha conseguido demostrar que el PP es
ahora un partido donde reina el caos. Una formación que ha
perdido ese espíritu cuartelero donde las órdenes de arriba
no se discuten. Ella, con sus declaraciones y sus intrigas,
está logrando echar abajo la ley del silencio impuesta por
Aznar, en su día, a todos los diputados y dirigentes
regionales. Quienes, aprovechándose del descontrol actual
que reina en el partido, no cesan de elevar sus voces por
cuenta propia. Mal asunto.
Tan descomunal desbarajuste, causado por una señora preñada
de intenciones legítimas de disputarle el puesto a
Mariano Rajoy, ha propiciado que griten más quienes
todavía viven pensando en épocas pasadas. Vozarrones
temerarios y obsesionados con asustar al personal.
Mientras dirigentes como Juan Vivas, templados y
prudentes, son tachados de blandos y de hacer una política
que le viene muy bien a los socialistas. Craso error. De ahí
que Arriola, eterno asesor del partido, insista en
decir que hay diputados que dan miedo cuando hablan. Y les
recomienda que bajen el tono.
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