No, Pepe, no tenía ni idea
de que te estaban tratando de una dolencia en Madrid, ni
mucho menos que esa dolencia te había hecho pasar por ese
trance final al que todos estamos expuestos desde que
nacemos. Pero ha tenido que ser Domingo Ramos, tu
gran amigo, quien me haya puesto al tanto de lo tuyo.
Te has ido, Pepe, cuando empezaba a reír la primavera. No
podía ser de otra forma; sobre todo en alguien como tú, tan
coherente y tan dado a mantener la dignidad de tus ideas,
siempre pasadas por el tamiz interior de la reflexión. Dicen
que la muerte es la distancia, pero yo pienso como creo que
muchos otros, ahora que abril hace bueno el refrán, que la
muerte nos aproxima y todos nos vamos haciendo de la misma
familia.
Verás, Pepe, me vas a permitir que te recuerde un párrafo
del obituario que César González Ruano le escribió a
Agustín de Foxá, seguro que sobradamente conocido por
ti, por razones obvias: La muerte es como una ancha patria
que tiene por vida el Cielo. Cada amigo que muere nos acerca
a la idea alegre de la muerte; estamos con aquellos mas
firmes y más fieles que nunca: no faltaremos a la cita.
Mira, Pepe, por mucha ley que te haya tenido en esta vida, y
que seguiré teniéndote, no quiero ponerme sentimental y caer
en el error de convertirte ahora poco menos que en el santo
Job. Y hacerte loas de las que tú terminarías por
avergonzarte. Y es que, señor Benítez, tú nunca presumiste
de nada, y mira que estabas repleto de motivos para sacar
pecho. Por lo que me voy a limitar a recordarte cómo te
conocí.
Fue en la plaza de las Galeras, en el Puerto de Santa María,
en una época donde escaseaban los entretenimientos y el
hambre seguía haciendo de las suyas. Tu presencia en los
veranos portuenses, despertaba la ilusión de los adultos y
generaba divertimiento entre la chiquillería. Eras, sin el
menor ápice de exageración, un personaje admirado y querido
por todos los que te trataban o, simplemente, te conocían de
oídas y de verte, con camisa azul y pantalón blanco,
convertido en el mejor animador de un tiempo necesitado de
alegrías.
Mira, Pepe, aún me parece verte, cuando el sol cedía un poco
y la brisa culebreaba por entre las palmeras del Parque
Calderón, poniendo en práctica juegos recreativos; antesala
de un partido de balonmano o de baloncesto. Usabas la plaza
como pista deportiva y alrededor de ella conseguías
congregar a mucha gente que disfrutaba de las competiciones
que organizabas, con nada y menos. ¡Qué arte y qué capacidad
de convencer como destacado animador sociocultural!
Mira, Pepe, yo siempre he dicho, cuanto tocaba hablar de ti,
que en mi pueblo todo el mundo quería ser tu amigo. Y no me
he cansado de propagar, en esta tu tierra, lo mucho que
representaste en los veranos de mi pueblo; y sobre todo las
muestras de afecto que recibías por ofrecernos aquellos
espectáculos deportivos. De lo que has representado para el
deporte ceutí, soy yo el menos indicado para airearlo. Pero
seguro que pocas personas han dado tanto a cambio de tan
poco.
Ay, Pepe..., me asomo al balcón, y a pesar de que la
primavera es ventosa y cruda, veo a varios niños que corren
detrás de un balón en el polideportivo de Zurrón. El tuyo.
El que debe llevar tu nombre.
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