Hay palabras que me empachan. Una
de ellas es la eficiencia y lo eficiente. Eso de disponer de
alguien o de algo, a cualquier precio, para conseguir un
efecto determinado, hace tiempo que me repatea. Es un
verdadero fastidio este combate de poder contra poder, sin
que uno pueda huir de esta deslumbradora obsesión por la
competitividad. Acción, fuerza, producción, no entienden de
humanidad. No se comprenden. Nosotros mismos somos nuestro
peor enemigo. Nadie conoce a nadie. Nadie se casa con nadie.
Cada cual va a lo suyo, eso sí del brazo de la eficiencia.
La gran aspiración. Me niego a reasignarme a este grupo y a
resignarme de esta locura que no reconoce ni respeta la
libertad de los que le rodean. Frente a ese mundo acelerado,
que no va en el fondo a ninguna parte, dominado por el dios
de la autocomplacencia, que la lleva consigo hasta el
extremo de enfermar por ser a todas horas eficaz, me gusta
más ese otro mundo que no aparca a la familia ni la
abandona. A veces no necesitamos ser tan efectivos y sí más
afectivos. Casi siempre es más válido. Sobre todo para que
acrecentemos otro espíritu más estético. Me parece mucho más
interesante cultivar búsquedas, encontrar una respuesta a
quiénes somos y por qué vivimos, qué hacemos nosotros y qué
quieren hacer con nosotros estos legionarios de la
eficiencia, arropados por un sistema productivo esclavo y
esclavizante, nada humanizador, que te abandona cuando no le
sirves.
El ser humano no vive sólo de eficiencia. También me repele
esa calidad de vida que quieren endosarnos, que habla de
eficiencia económica por un lado y de consumismo bestial por
otro, de arreglitos de cuerpo y goce de la vida aunque nos
hipotequemos la propia existencia, obviando las dimensiones
más profundas del ser humano. Todo se reduce a pura
materialidad y apariencia. Por ello, nos da un cierto
respiro saber que el próximo gobierno español no aspira
exclusivamente a la eficiencia económica –a tenor de lo que
reza en su programa, con el que ha concurrido a las
elecciones-, valorando otros devociones, como la de una
distribución igualitaria del bienestar y de las
oportunidades. Pienso, ciertamente, que por encima del deber
de desarrollar de manera eficiente la actividad de
producción de los bienes, están las personas. En
consecuencia, no me parece nada lícito un crecimiento
económico, por muy eficaz que sea, si menoscaba al ser
humano o lo excluye. Considero que la expansión de la
riqueza es lo único por lo que vale la pena apostar, si
quiere de manera fervorosa y eficaz.
Tanto el mundo empresarial como sus directivos no pueden
tener en cuenta exclusivamente el objetivo económico de la
empresa, los criterios de la renombrada eficiencia
económica, las legendarias exigencias del cuidado del
capital como conjunto de medios de producción: el respeto
hacia los recursos humanos ha de ser también un deber
primario. Las personas son algo más que pura eficiencia o
patrimonialidad, no son la fuerza bruta, sino la fuerza
humana que hay que respetar por principio. Hay que dar valor
al trabajo, sobre todo valor humano, empezando por ofrecer
una educación despojada de absurdas competitividades, que la
eficiencia sea utilizada también para hacer hincapié en la
dignidad de todo ser humano y, en la necesidad, de avivar la
unidad de la familia humana antes que la mera eficacia
productiva. Habría que repensar de modo diferente los lazos
de producción. Se buscan cerebros para todo, la persona es
lo de menos. La realidad es que uno no deja de asombrarse de
la complejidad de los equipamientos y el nutrido grupo de
especialistas para todo en un entorno cada vez más exigente,
que no le importa dejarse el pellejo con tal de que reciba
el bautizo de la eficiencia.
Lo de la eficiencia excesiva es una enfermedad que está a la
orden del día. Quizás la actividad laboral debería volver a
ser el ámbito en el que el ser humano pueda realizar sus
propias facultades, usando toda su capacidad e ingenio
personales, pero sin tantas exigencias que embrutecen a la
persona. Ahora que se habla del trabajo decente hasta en la
sopa, resulta que hay empresas que cuando les dejas de ser
eficaz, les importa un pimiento los derechos obreros, la
estabilidad familiar, la justicia o la mismísima igualdad de
género. Esto pasa por tener solamente como criterios de
avance, únicamente la productividad, la libre competencia,
la eficiencia, la afirmación de sí mismo, la competencia y
el éxito, dejando a un lado a las personas que se han hecho
mayores en la empresa u otras con discapacidad que no entran
en estos parámetros de avasalladora competitividad. La
cultura de la eficiencia llevada al extremo de tragarse la
propia vida de cada uno, porque uno necesita vivir la vida
también fuera del engranaje productivo, es un cáncer que
avanza. El economicismo de la eficiencia que, luego nos
lanza al consumismo por su propio interés, junto a la
ideología del pensamiento único que no tiene miramiento
alguno hacia la persona, son las grandes lacras actuales.
Ahí está el individualismo competitivo insolidario que se
promueve con total descaro, nada importa, da igual que
atente contra la concepción humanista de la vida y genere
violencia. Tenemos el derecho y el deber de recordar a los
predicadores de la cultura de la eficiencia que el ser
humano es mucho más que una apreciación de utilidad o
inutilidad para el trabajo, puesto que hay que ver al
trabajo en su relación con el ser humano y con cada persona.
Trabajó con el corazón, pensó con la virtud de ser, obró con
voluntad de empuje solidario, amó con corazón de obrero;
puede ser un buen propósito, desde luego mucho más
bienhechor que la cretina eficiencia que vive hoy en algunos
altares laborales.
|