Hoy en la intimidad de mi corazón me ha conllevado. Ayudar a
uno a llevar los trabajos. Sufrir a uno el genio y las
impertinencias. Ejercitar la paciencia en los casos
adversos.
De todo ello me remito a los diversos discursos por los
cambios de destino o jubilaciones, en la idea de sentirse
satisfecho del “Deber Cumplido”. Aunque a veces hay personas
que suelen apelar, cuando dejan su cargo al “Sentido del
deber cumplido” con gran convencimiento y como una especie
de exigencia de reconocimiento por parte de los de mas.
Tal actitud en su manifestación creo que aflora en cierto
modo un poco la vanidad, el orgullo y la soberbia. No es que
el cumplimiento del deber sea algo desdeñable. Efectivamente
hay que esforzarse por cumplir el propio deber, pero, ¿es
eso un fin?, el cumplir por cumplir ¿tiene algún sentido?,
por su puesto. Cuando alguien cumple un trabajo, un deber,
hay que preguntarse porque lo cumple, cual es el fin que le
ha llevado a esforzarse y a poner en juego sus talentos y
habilidades y su preparación profesional anterior. Y si ese
cumplimiento solo genera autosatisfacción, está claro que lo
que mueve a esa persona es un puro narcisismo y la mas
estéril de las soberbias.
En lo expuesto hasta ahora no se ha dicho que en bastantes
de los casos que hemos presenciado del “Sentido del deber
cumplido” el interesado mentía, pues los que habían sido
compañeros suyos, eran testigo directos de sus frecuentes
perdidas de tiempo en el trabajo, y de otras inmoralidades
mayores, por lo que “El sentido del deber cumplido” era una
afirmación carente de sentido, que no reflejaba en absoluto
la realidad, sino que era un expresión de refinado cinismo.
Para empezar podemos decir que resulta una pedantería
insoportable que uno mismo enjuicie favorablemente su propia
trayectoria profesional. Son los demás los que deberán
hacerlo. En nuestra mano solo debe estar la buena voluntad
al trabajar. Que juzguen otros. Y en cuanto a la finalidad
del deber, hay otro motivo más bello y más humano que el
mero mirarse el ombligo.
Ese motivo no es otro que el pensar en los demás y hacer del
propio trabajo un conjunto de actos de servicios a los
demás. Quizá a algunos puede parecer esto una utopía propia
de jovenzuelos inexpertos que militan en una ONG o que
“pierden el tiempo” en actividades parroquiales de
solidaridad. Sin embargo, plantearse el servicio a los demás
como el motivo fundamental del trabajo. O lo que es lo
mismo, lo que perfecciona al hombre es el amor que pone en
las cosas y por tanto lo que le perfecciona en su trabajo no
es el mero cumplimiento del deber sin norte que guíe ese
deber, sino el amor con que haya amado a los demás a través
del cumplimiento de ese deber.
Pero podemos preguntarnos ahora ¿Qué tienen los demás
-todos- para que se hagan acreedores de ese amor y de ese
servicio?, podemos decir que los demás son personas por
tanto no son “algo” si no “alguien”. Si estudiamos la
historia de la creación, vemos la intervención de Dios, de
ello podremos ver con exactitud la dignidad de la persona,
por cuanto el hombre es el único ser del mundo visible que
ha sido por Dios amado por si mismo. Luego si los demás son
el fin del amor de Dios ¿No tenemos ahí una buena razón para
amar a los demás trabajando?, hay una excelente razón a
favor de la cual podemos enterrar el “Sentido del deber
cumplido” y me refiero a que, trabajando nos hacemos
colaboradores de Dios, en la obra maestra de la creación, la
cual Dios, ha querido dejar algo así como “incompleta” para
que los hombres la completemos con nuestro trabajo.
Luego el trabajo no es solo un acto de amor a los demás sino
también a Dios. ¡Que pequeña y ridícula se ve ahora esa
aspiración del sentido del deber cumplido! Para un cristiano
esto adquiere tintes mas elevados porque a través del
trabajo se puede vivir la caridad hasta el punto de que el
Papa Benedicto XVI, llego a afirmar en su primera encíclica
que la actividad política de los cristianos debe ser vivida
como “caridad social”, y en esa actividad política podemos
entender todo el panorama de la vida pública y profesional.
Por tanto, se trata de no volar como un ave de corral,
cuando podemos volar como el águila imperial desde lo alto.
¡”El que tenga oídos para oír que oiga”!
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