La barra del Muralla (Hotel Parador) y todo el ambiente que
la rodea posee un color a barniz y un don de elegancia
chispeante, parecido al Café de Rick en la película
Casablanca. El atrezzo del bar-cafetería tiene las medidas
exactas para representar una película de Hollywood de época;
y sus camareros visten uniformes añejos, como el aire a
recuerdo que respiran estos trabajadores, jóvenes aún, pero
con más de 30 años en el oficio: sirviendo copas, cafés y
ratos libres con hielo detrás de la barra del Muralla. Quizá
si esa juventud se les hubiera escapado ya, sus ojos
mantendrían un brillo más magestuoso; ahora, todavía
fuertes, los camareros añoran los momentos en los que se
tejía la época dorada de la ciudad, dibujan los rostros de
aquellos que no están y reconocen las palabras de Eduardo
Hernández Lobillo, propietario de la joyería Esmeralda; del
juez José Villar Padín; o de la señora de Francisco de la
Lastra, de la que ni siquiera recuerdan su nombre, pero sí
sus tejemanejes y cotilleos mientras sostenía la baraja de
cartas al otro lado de la esquina, en las antípodas de sus
maridos. Junto a ellas, a veces, se colocaba Gutiérrez
Mellado, “muchos años antes” de que su valentía fuera
reconocida por todos los españoles en el fallido Golpe de
Estado de 1981, indica Antonio Sánchez, actualmente segundo
jefe de comedor y, por entonces, un pipiolo pizpireto que no
había rebasado los 20. En aquel momento, como ayer, estaba
su hermano Pepe, otro auditor de aquellos coloquios donde se
mecía Ceuta.
Los protagonistas de aquellas charlas, que ahora serían
dignas de una serie de televisión, seguramente un ‘Cámera
Muralla’ o algo parecido, eran casi una docena; “llegaban
cuando se iba la tarde, Eduardo era el primero que entraba y
el último en irse”, comenta Antonio Sánchez. “Allí cada uno
sabía lo que se tomaba, dos whiskis, por ejemplo, y pagaba
lo suyo y se iban. Cuando ya se habían marchado todos, aún
quedaba Eduardo, que siempre se ponía en el mismo sitio, ni
en la esquina justamente, ni pegado a la pared; luego pedía
la cuenta total y lo que faltaba por poner lo pagaba a
medias con el que todavía quedase ese día hablando con él;
luego, nos daban a lo mejor 200 pesetas de propina: 100
Eduardo y otras 100 su compañero”. Qué casualidad que ayer,
apostado en la barra, con un whisky largo, se encontrara
Francisco Ahumada, uno de los poco que aún vive. “Yo siempre
venía a partir de las siete de la tarde o así, pero había
algunos, como Eduardo, que venían antes de comer y por la
noche”, dice Ahumada.
Hablaban de política, de negocios. Corrían los años 70 en la
ciudad, en España se gestaba la transición y en Ceuta
abundaba la venta de paraguas y transistores. Era una mina.
La gente pagaba ocho millones de pesetas de las de la época
para montar un bazar. Venían hombres de fútbol, como el
presidente del Ceuta; venían hombres de negocios, los que
más, como Carlos Chocrón, Jesús Cordero, Manolo Vega (todos
los sábados), Aarón Benasaya, don Martín, Jesús Zapico, su
hermano Juan Jesús y su colega de empresa Pepe Ríos,
Francisco de la Lastra (importante hombre en el puerto) y
señora, Ricardo Muñoz y su hermano Antonio, Serrán Pagán...
Cada uno de ellos arrastra una caravana de anécdotas,
momentos. “Eduardo era un reloj, llegaba a las 12.00 y para
‘hacer la madre’ se tomaba primero una copita de néctar,
luego iba a por el Martini rojo con ginebra y por último, un
Fino Quinto o una manzanilla”.
Cuando ya habían pasado algunos años desde que comenzaron
estos coloquios imprevistos, se colocó una placa en la
esquina de la barra que rezaba: “Aquí se viene a beber, de
política ni hablar, ninguna bronca tener y antes de salir,
pagar”. Esa era la ley. Robaron esa placa en el año 80 y fue
sustituida por una que se clavó en la pared, la actual, la
que luce en el local desde aquel momento. Una de las
presencias más ilustres y recordadas es la del comandante
general Gutiérrez Mellado, del que hablan con especial
cariño. “También le gustaba jugar a las cartas”, puntualiza
Antonio Sánchez. Uno de los motivos sin duda de la creación
de este comité fue el barman de la ciudad, el único que
existía, Alejandro Márquez de la Rubia. Lo mencionan con
devoción y le rinden pleitesía. “Nadie manejaba con más
elegancia que Alejandro las copas; sabía darle a cada uno lo
que era de su agrado”, terminó Ahumada.
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