El hoy
Desaparecidos, o en trance de hacerlo, los ídolos sagrados
del martillo, queda una época que podríamos denominarla de
segunda transición, en la cual los hijos y segundos de
aquellos aprenden y se consolidan en el arte del martillo.
Puede decirse casi viven de las rentas de sus progenitores y
maestros ya que las cuadrillas están lo suficientemente
hechas y formadas como para aguantar el tirón y que no
exista problema alguno con los pasos en las calles.
El vacío de poder casi no se nota y, entre la ayuda de los
que aún viven y los costaleros verdaderamente curtidos y
profesionales, se va pasando el mal trago. Pero,
evidentemente, en esta vida nada es eterno y la bonanza para
las cofradías está llegando a su fin.
Una vez más, y es la enésima, en la historia de las
cofradías aparece de manera negativa el factor económico.
Los costaleros, salidos ya del anonimato, conocidos y
reconocidos por el público en general, respetados por las
hermandades dado su incuestionable poder, abusando ahora de
su protagonismo por la evidente debilidad de la mayoría de
los capataces que los mandan, comienzan a pedir más y más.
Y no se puede decir que fueran injustas la mayoría de sus
reivindicaciones, pero si lo fue la manera de llevarlas a
cabo.
La gente comienza a flaquear bajo los pasos y se llega a lo
impensable: algunas cofradías durante la Semana Santa se ven
forzadas a no poder efectuar la Estación de Penitencia y
quedarse en los templos ante el plante de las cuadrillas de
costaleros.
Los capataces, para evitar la vergüenza, unas veces en la
calle, otras en el anonimato de las iglesias, optan por
retirarse, haciéndolo igualmente con ellos los buenos
costaleros que aún quedaban. El desastre estaba servido.
Los costaleros se estaban vengando de las cofradías por los
malos tiempos pasados, pero lo que nadie les dijo es que no
eran ellos los que los habían padecido. No eran ellos los
que habían pasado tantos sufrimientos y penurias bajo los
pasos en tiempos anteriores. Y por supuesto, no debían de
ser ellos los vengadores de aquellos buenos hombres que
cumplieron con su trabajo bajo las andas puesto que carecían
de la más mínima catadura moral, desconocían de lejos el
oficio y eran simplemente unos aprovechados.
Sólo algunos buenos capataces como Ariza, Franco, Recaí, “El
Penitente”, Manolo Santiago o algunos pocos escogidos logran
pasar la criba y mantenerse más o menos firmes delante de
los pasos. Lo demás es todo desorden y mediocridad.
Han aparecido por desgracia para la Semana Santa los mal
llamados costaleros profesionales, los neoprofesionales, los
aficionados y chantajistas pagados. Todo es debilidad. El
asunto tenía mala pinta y peor solución. Las cofradías,
impotentes ante la avalancha que se les está viniendo
encima, no hacen sino pagar más y más a costaleros que no
son ni la sombra de los anteriores, pero, ¿Qué remedio
queda? Eso, o dejar los pasos en las iglesias, o lo que es
aún peor, en la calle.
Llegados a tal extremo, y ante lo que podríamos denominar la
transición a peor de los costaleros, surge la idea del
también mal llamado “hermano costalero”, o peor aún, del
“aficionado”, y que no es de 1973, sino bastante anterior,
si bien es cierto que fue en ese año cuando se llevó
efectivamente a cabo por vez primera.
Que las cofradías se estuviesen quietas ante los abusos de
los costaleros era algo bastante improbable, y ese fue le
grave error de estos. Pensaron de manera muy incorrecta que
los abusos por su parte iban a ser eternos y que las
cofradías no iban a poner en práctica ese marcado espíritu
de supervivencia que las ha mantenido vivas a lo largo de
tantos siglos. Las cosas, de una u otra manera, iban a
camibar. Y vaya que lo iban a hacer.
Efectivamente, las cofradías de penitencia habían
incrementado notablemente su nómina de hermanos, entre los
cuales imperaba la juventud.
Por otro lado, los gastos para poner los pasos en la calle y
efectuar la Estación de Penitencia se habían disparado. La
cera, flores, enseres y bandas de música alcanzan precios
desorbitados.
El personal de servicio poco menos que se presentaba en la
cofradía con un comité sindical para negociar su salario el
día de la procesión. El remate para las depauperadas arcas
de las hermandades era la nómina de los costaleros que, en
los años ochenta, podía superar fácilmente las quinientas
mil pesetas. Y todo a cambio de pasos que se arrastraban de
malas maneras por las calles bajo las órdenes de capataces
titubeantes y que, en la mayoría de las ocasiones, habían
conocido tiempos mejores.
Los hermanos, francamente preocupados e indignados por la
alarmante situación, se quejan y convocan Juntas de Gobierno
extraordinarias a fin de tratar el tema e intentar poner
solución al grave problema. Pero esta no termina de llegar.
Hay quien llega a pensar en la desaparición real y efectiva
del costalero bajo los pasos de la Semana Santa de Sevilla,
algo que durante más de cinco siglos jamás ni se le había
pasado por la cabeza a nadie. Pero el caso es que tampoco
existían otras alternativas validas para estos. Las ruedas
para los pasos o cualquier tipo de artilugio autopropulsado
era inviable.
Y la situación, con el paso del tiempo, no hacía sino
empeorar. De su gravedad nos puede dar idea el hecho de que
una cofradía en esos tiempos, tras la retirada de su capataz
tradicional, que no de la cuadrilla, paso de pagar 200
pesetas por hombre a las 2.500. Y a todas les sucedió lo
mismo. Se cobraba por las “armás”, “desarmás”, “mudás” y
hasta por los ensayos. Se llegó, en el colmo de los
despropósitos, a cobrar por los “retranqueos” en el interior
de las iglesias. Todo estaba fuera de lugar. Los costaleros
se estaban vengando de in justas situaciones padecidas por
sus compañeros en épocas anteriores, pero, desde luego, no
eran ellos los más idóneos para ejercer el papel de
justicieros. Y lo peor de esta caótica situación era que la
estaba pagando la Semana Santa, y bien caro, por cierto.
Santa Genoveva, en su primera salida procesional en el año
1958, había pagado a los costaleros 200 pesetas por hombre.
Cuando Pepe Cruz, su capataz tradicional harto ya se retira,
y mandada entonces la cuadrilla por los Recaí, la cofradía
debió pagar 2.500 pesetas por hombre. Habían pasado
escasamente quince años.
En 1.960, San Benito, aún con dos pasos, pagaba 155 pesetas
por hombre; en los setenta hubo de pagarse a cada costalero
900. Esto no era ya afición o necesidad, era enriquecimiento
de algunos espabilados que, encima, hacían su trabajo más
que mal.
Todo esto, unido a que estas cuadrillas de auténticos
mercenarios tomaron un inusitado protagonismo en la Semana
Santa, por cierto injustificado, dada su escasa valía que ni
a los menos entendidos se les escapaba, sumado el chantaje a
las cofradías e, incluso, a los propios capataces llevó a
que la situación llegara a ser de verdad insostenible.
Cierto es que en este desastre generalizado los capataces
tuvieron mucho que ver. Si el sueldo de los costaleros se
multiplicó por diez en pocos años, el del capataz lo hizo
por cien, dado que no los había de valía puesto que los
buenos, los “auténticos”, se había retirado o fallecido.
En los setenta había aproximadamente mil costaleros en
Sevilla para ocho capataces. Las cifras de tanto unos como
otros eran verdaderamente ridículas y daban lugar a los
abusos de todos ellos.
Y es que, si calculamos que en aquellos tiempos podía haber
en la Semana Santa de Sevilla unas 55 cofradías, a una media
de dos pasos por cada una de ellas, que harían 110 pasos en
total; si calculamos treinta y cinco hombres aproximadamente
de media por paso (los palios treinta, así como los
crucificados, y hasta cuarenta y ocho los misterios),
tenemos que eran necesarios cerca de cuatro mil hombres para
poner los pasos de la Semana Santa de Sevilla en la calle, o
lo que es lo mismo, faltaban casi tres mil.
Esto originó que los costaleros tuviesen que sacar una
cofradía por día, y hasta dos en el caso de la Madrugada, lo
que también provocó situaciones curiosas como que las
hermandades, especialmente las de la madrugada, pagasen
salarios dobles a los costaleros a fin de que no sacaran los
pasos de las del Jueves Santo por la tarde y que así
llegasen más frescos a la suya. Esto es, les pagaban por no
hacer nada en toda la tarde y tenerlos recluidos en la casa
de hermandad hasta la hora de la procesión.
Pero, claro, tener encerrados a más de noventa hombres en la
casa de hermandad toda la tarde hasta la una de la mañana,
en el mejor de los casos, llevaba sus serios inconvenientes
que a nadie se les escapan. En algunos casos era peor el
remedio que la enfermedad.
También las cofradías de largos recorridos o de notable peso
pusieron en práctica ideas parecidas, pagando a los
costaleros por no sacar las del día anterior. Esto,
evidentemente, era más difícil de controlar, por no decir
imposible, lo que originó que un costalero se llevase en el
mismo día hasta tres salarios de dos cofradías distintas:
dos, de la que le pagaba por no haber salido el día anterior
y por sacar la suya al siguiente; y uno, de la del día
anterior, puesto que el costalero, incumpliendo su palabra,
para nada renunciaba a sacarla y cobrar por ello.
Ni que decir tiene que los pasos se arrastraban de malas
maneras, los hombres no podían ni con los costales y las
hermandades, juraban en arameo. Se puede sacar una cofradía
por día, pero siempre cuan do delante de las andas esté un
buen capataz, exista una excelente cuadrilla perfectamente
igualada y, sobretodo, el dinero no sea el principal motivo
de hacerlo.
Esta grave crisis de costaleros, que llegó hasta bien
entrados los ochenta, y que comenzó a mediados de los
sesenta, y no, como algunos sostienen, comenzados los
setenta, tuvo, si no un final feliz, si un tanto inesperado,
como ahora veremos.
Fue a partir del año 1965 cuando las cuadrillas de
auténticos profesionales, los verdaderos, o “antiguos”, como
gusta que se les denomine, inician su rápido declive.
Bien por la retirada de su capataz tradicional, al que en
ella solían acompañar por respeto, fidelidad o amistad; bien
porque por decisión propia así lo hacían por edad,
cansancio, aburrimiento o falta de ilusión bajo las andas;
bien porque ya no les hacía falta el dinero de la corría de
Semana Santa para sobrevivir durante el resto del año dado
el espectacular crecimiento económico y, especialmente, de
salarios, que se dio en la década de los años sesenta en el
país, lo cierto es que las cofradías comenzaron a sentir
para mal en el caminar de sus pasos en la calle la falta de
estos buenos hombres.
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