Un filósofo tan renombrado como
Unamuno ya dijo que “el progreso consiste en renovarse”.
Renovarse o morir también dice el dicho popular. La verdad
que después de treinta años de vigencia de la Carta Magna,
pienso que está envejecida, que tampoco es benéfica la
inmovilización o el estancamiento para nada ni para nadie,
por lo que me sumo a los ciudadanos que ven con buenos ojos
que ha llegado el momento de introducir reformas. Son más
que necesarias, imprescindibles. No se pueden alargar por
más tiempo. Quizás esta nueva legislatura sea el momento, ha
de serlo. La realidad actual es muy diferente a la de 1978.
Bien es verdad que, ante un panorama cambiante y complejo
como el actual, estimo que los cambios han de ser muy
consensuados y sin grandes rupturas. El cambio de mentalidad
generacional y de estructuras somete con frecuencia a
discusión las ideas recibidas. Esto no es malo. A mi juicio,
lo peor es no prestar atención a la nueva sociedad, hacer
oídos sordos y cerrarse a no dialogar. Con el tiempo, las
instituciones, las leyes, las maneras de pensar y de sentir,
son agua pasada y hay que hacerlas agua presente, sobre todo
agua viva que a todos sacie y modere, una saludable e
higiénica manera de garantizar la convivencia democrática.
No hay que tener miedo a reformas consensuadas. Todo lo
contrario, si se hacen bien, fortalecen las relaciones. En
realidad, si hay algo a lo que hay que temerle son a las
riadas ciudadanas que están cerradas al cambio, que inyectan
en la sociedad el miedo a la innovación. Creo que tenemos
agotada la carta magna, cuando menos anticuada y senil,
porque los que han de darle oxígeno, perpetúan la pasividad.
Sirva como ejemplo este contrasentido. Por una parte se
avivan planes estratégicos de igualdad de oportunidades que
persiguen o se inspiran en dos principios justos, de no
discriminación e igualdad, y, por otra parte, todavía
actualmente el orden de sucesión a la Corona permanece
inamovible constitucionalmente, sin haberlo adaptado al
principio de no discriminación de la mujer que, aunque con
carácter general, lo consagra la propia carta magna, lo
cierto es que no lo considera en el articulado de sucesión
en el trono, siendo preferida siempre –se dice- el varón a
la mujer.
Quizás, también, habría que explicitar más en esa renacida y
rejuvenecida carta magna, que yo deseo vivamente se produzca
en esta próxima legislatura, los derechos sociales de la
igualdad de género, aquellos que van más allá de la
equiparación de lo femenino con lo masculino, afianzar
además la convicción de que el género humano, en su conjunto
o complementariedad si se quiere, puede y debe no sólo
perfeccionar su dominio sobre las cosas creadas, como si
fuese un dios caprichoso y arrogante, sino que le
corresponde además establecer un orden más poético que
político, más social que económico, o sea, que esté más al
servicio del ser humano como tal y permita a cada uno y a
cada familia, o a cada entidad grupal, afirmar y cultivar su
propia dignidad con las libertades innatas que nos hemos
ganado a pulso. De lo contrario, seguiremos sedientos de una
vida plena y de una vida libre, por mucho Estado social y
democrático que nos hagan beber. O que las Naciones Unidas
repartan octavillas de que una sociedad sostenible es la que
tiene en cuenta las necesidades de los seres humanos y su
calidad de vida. La realidad salta a la vista, y el mundo de
la España constitucional, o sea del mundo moderno, tiene los
mismos síntomas de poder y debilidad, puede llevar a término
lo mejor y lo peor, puesto que tiene abierto el camino para
optar entre la libertad o la esclavitud, entre la injusta
desigualdad o la justa solidaridad, entre el progreso o el
retroceso, entre la concordia o el odio. El ser humano sabe
muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las
fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o
servirle, por ello es tan importante interrogarse a sí mismo
como que se afiancen constitucionalmente derechos que son fe
de vida.
Necesita fuelle la carta magna y romper barreras, perdone el
lector que insista, universalizarse e incorporar de pleno
derecho lo que es derecho suyo, completar el texto y
complementar frases, e incluir la semántica europeísta que
es, por mérito propio, lenguaje ciudadano españolista.
También, pienso, que nos merecemos después de treinta años
intentando plantar el árbol de una sociedad democrática
avanzada, otra cuestión es que haya enraizado su espíritu en
la ciudadanía, participar sombras que nos renueven y nos
revitalicen culturas y tradiciones, sin complejos, al abrigo
de las identidades territoriales. El único que puede
representarnos y representar lo que somos sería un Senado
con raíz propia, muy distinto al de ahora que es muy
distante y sin poder de maniobra, representativo de las
Españas y con mayor capacidad para propiciar el diálogo
entre nacionalidades y regiones, que al fin y al cabo la
plática ha de ser lengua habitual para los demócratas y,
sobre todo, el activo y común programa de los políticos. La
oposición no puede tomar la denegación total por principio.
Y el gobierno en el poder tampoco puede engolosinarse de
altanería y predisponer la divergencia en vez de la
confluencia. Los políticos debieran saber que si no se
estimula el consenso, se pierden los signos demócratas, el
significado de la democracia y se compromete el futuro
estable. Por ello, la legislatura 2008-2012 ha de espigar el
consenso sin más dilación, sobre todo para cuestiones claves
de Estado, como lo es actualizar una carta magna que ha
envejecido sin modernizarla. Es deber político y deber
ciudadano el exigirlo.
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