La democracia impera en las cofradías pese a que en el País
tal forma de gobierno no se da. Era, ciertamente, atípico
que se pudiesen votar en una cofradía varias y diversas
candidaturas para su Junta de Gobierno cuando en el Estado
español no existía ni remotamente tal posibilidad.
Pero eso es otra historia…, porque para nada es deseo del
que esto escribe mezclar política con cofradías y Semana
Santa. Aunque, no obstante, debemos dejar muy claro que el
mundo cofrade, entendido este por todos aquellos y aquellas
que lo conforman, incluidos capataces y costaleros, es
extremadamente sensible a las situaciones políticas
inestables. Las cofradías, como manifestaciones públicas de
fe que son, ante una situación política adversa suelen, por
su marcado espíritu de supervivencia, aletargarse en su
mundo interno en espera de tiempos mejores, que siempre
suelen terminar llegando.
Lo malo es cuando la situación política es inestable, porque
las cofradías en general no saben reaccionar adecuadamente
al no poder ni saber en que lado más favorable quedarse o a
que palo de la baraja jugar.
Son sus Reglas Fundamentales, su amor a Cristo, a la
Santísima Virgen María y su sincero respeto y obediencia a
la iglesia católica lo que las impide adoptar posturas que,
si bien estarían de acuerdo y bien vistas con respeto a los
usos políticos de la época, facilitándolas una vida interna
normal y apacible, así como garantizándolas ese anhelado
espíritu de supervivencia que las ha caracterizado a lo
largo de los siglos, no lo estarían para nada con aquello
que siempre han defendido, promulgado y llevado a cabo ya
que, simplemente, estarían en contra de sus principios
elementales.
Evidentemente, las cofradías jamás han adoptado posturas
políticamente incorrectas que las pudiesen perjudicar, pero
también es cierto que nunca han renunciado ni renegado a lo
que y de lo que en su día las llevo a erigirse. La Historia
no engaña, y cierto es que cuando la estabilidad política ha
predominado, aún cuando fuese contraria en creencias a las
de las cofradías, estas han evolucionado y progresado de
manera positiva. Es la inestabilidad social la que las hace
estancarse y arrinconarse en sus templos y casas de
hermandad, puesto que una hermandad de penitencia
posiblemente sea una de las asociaciones laicas conocidas
con un mayor y más perfeccionado espíritu de supervivencia
sin por ello dejar de defender a cambio sus objetivos e
intereses.
Por eso, por esa estabilidad política y social que se dio en
los años cuarenta tras la Guerra Civil en España, podemos
asegurar sin temor a equivocarnos que las cofradías, y por
ende todo lo relacionado con el mundo del martillo y la
trabajadora, alcanzaron su auge en casi todos los aspectos,
de manera especial en este último: el del arte de sacar los
pasos de la Semana Santa de Sevilla a la calle.
Si bien el cenit en el andar de los pasos en la calle llega
en esta época, manteniéndose hasta casi los setenta del
pasado siglo, no podemos dejar de lado que habían ya
desaparecido en esos años, bien por muerte, bien por edad,
la mayoría de los grandes capataces.
¿Por qué pues todo se mantiene e incluso mejora tanto
delante como debajo de los pasos? Pues, simplemente, porque
la inmensa fábrica de capataces y costaleros de enjundia que
era Sevilla por aquel entonces no paraba de soltar a la
calle, y nunca mejor dicho, personas de valía inmensa.
Así, por ejemplo, irrumpe con fuerza inusitada un capataz
que marcó estilo: Alfonso Borrero Pavón, mítico y
carismático donde los haya. Una especie de Tarila con clase
y técnica que Sevilla jamás olvidará. Su llegada al mundo
del martillo se debió en gran parte a la escasa experiencia
y falta de afición que el hijo de Eduardo Bejarano demostró
tras la muerte de su padre.
Las cofradías no confiaban en ese hombre apocado y sin
personalidad que distaba años luz de lo que fue su padre
delante de las andas; si lo hacían, por el contrario, en el
que fuese durante años segundo de lujo y hombre de confianza
del insigne capataz fallecido. Todo lo que se diga de
Alfonso Borrero es poco. Supo conjugar el buen hacer y
organización de Rafael Franco con la gracia y donaire del
mítico Tarila, al que solo podía conocer por referencias
dada la diferencia de edades.
Es también en estos años cuarenta cuando se produce un
acontecimiento que, si no relevante para el mundo de las
cuadrillas de costaleros y de quienes los mandan, si que lo
es y así debe ser reseñado para el de las anécdotas. Si bien
no debemos obviar el tanto de leyenda que le corresponde a
la historia, lo cierto es que la cuadrilla de Rafael Franco,
a mediados de la década, se desplazó a Madrid a fin de sacar
en notable procesión el paso del Cristo de Lepanto, con
ocasión del IV Centenario de la Fundación de la Marina
Española. Era esta, la del Cristo de Lepanto, una
antiquísima y muy venerada imagen por el pueblo de la
capital de España, cuya cofradía, dada la fama de las
cofradías sevillanas y de sus costaleros y capataces, no
dudo en ceder semejante honor de portar su venerado Cristo a
los que por aquel entonces eran considerados los mejores a
la hora de portar pasos de Semana Santa: “Las rata y los
ratones de Rafael”. El viaje, pleno de anécdotas y vivencias
de toda índole, así como el recorrido procesional, daría
para escribir un libro entero. Decir como muestra que, en
Madrid, y por el desconocimiento de las cofradías andaluzas
y su forma de portar los pasos de Semana Santa, nadie pensó
en que la cuadrilla, de forma regular y periódica, debía de
parar a descansar.
De cómo solventó Rafael Franco la papeleta aquel día nada se
sabe, lo cierto es que la cuadrilla, por respeto a la
cofradía madrileña, a sus costumbres y, sobretodo, a su
Titular, no puso los zancos del paso ni una sola vez en el
suelo en toda la procesión.
Manuel Bejarano Rubio, hijo de Eduardo Bejarano, una vez
consolidado y madurado como capataz, recupera la cuadrilla
de su difunto padre, de la que anteriormente, por su
inexperiencia, se había hecho cargo Alfonso Borrero. Este
último, en un gesto que le honra y da idea de la talla moral
y personal de aquellos hombres, se la cedió, sin más, una
vez hubo comprobado que el inexperto aprendiz de capataz
había dejado de serlo. Y esto no es fácil. Que un hombre que
ha trabajado codo con codo con otros, a los que ha igualado,
formado y enseñado y, por encima de todo, convivido malos
momentos con ellos, ceda una cuadrilla de costaleros hecha y
derecha, tuya, de esas denominadas “de ley”, es algo que no
se da usualmente. Es más, creo que no se ha dado jamás, y si
no que se lo digan a esos supuestos capataces que cuando la
cofradía prescinde de sus servicios no dudan en utilizar
todo tipo de artimañas torticeras para impedir que “sus”
costaleros se queden bajo las andas del paso. Pero, es que,
Alfonso Borrero, además de ser un señor, era un magnífico
capataz.
Los años cincuenta y sesenta siguen dando excepcionales
capataces y costaleros.
Pepe Cruz, Vicente Pérez Caro, Salvador Dorado Vázquez “El
Penitente”, y los hijos de los insignes capataces de épocas
anteriores, ya retirados o difuntos, toman relevancia y
siguen con orgullo y clase lo que sus predecesores les
legaron con no menos dignidad.
La maravilla en el arte de portar los pasos se consolida
gracias a ellos, pero lejos de que los aspirantes a capataz
se amedrenten dada la perfección que en esos momentos
existía delante de las andas, por el contrario, empiezan
estos a pedir su sitio delante de las parihuelas.
Así, comienza a aparecer en el mundo del martillo ayudantes
y contraguías que son en la actualidad capataces de
renombre, tal es el caso de Antonio Villanueva (hoy “Los
hermanos Villanueva”), Rechí, Manuel Santiago y su hijo
Antonio, del que más adelante hablaremos, Jesús Basterra,
Manuel Adame, Alberto Gallardo o Salvador Perales.
No obstante, el grupo de los seis sigue vivo, pleno y
vigente: Vicente Pérez Caro, Salvador Dorado Vázquez, Manuel
Bejarano Rubio, Rafael Ariza Aguirre, Alfonso Borrero Pavón
y Rafael Franco Rojas, siempre con su inseparable hermano
Manuel. Que lujo para las cofradías sevillanas.
Ellos dominan, controlan y marcan la pauta en todo aquello
relacionado con sacar y pasear los pasos de las cofradías
sevillanas en Semana Santa.
Por desgracia, y por aquello de que el tiempo no pasa en
balde, el siglo de oro del martillo y la trabajadora en
Sevilla, pese a estar en pleno apogeo, también está llegando
a su fin.
Rafael Franco, número uno indiscutido de la época, llega a
tener hasta cuatro cofradías el mismo día en la calle. Esto
hace que deba contar, una vez más, y como ya le sucediera a
su padre, con segundos y ayudantes de excepcional valía
delante de las andas como Julián Sánchez Grau, Parague,
Miranda, Barroso, Sanabria, “El Tosta”, Fernando Silva,
Ayala “Segundo” y, especialmente, Rafael Salvatella, hombre
este que consiguió que Alfonso Borrero hiciese la famosa y
mítica llamada al palio de la Macarena desde el balcón de su
casa.
Tampoco en esta época debemos dejar en el olvido la
valiosísima aportación que los trabajadores del mercado de
abastos y la plaza hicieron con su trabajo como costaleros a
la Semana Santa de Sevilla.
Es sabida y reconocida la de los del muelle, carreros,
tejareros o areneros, pero sería injusto olvidar otros
oficios y gremios de trabajadores que también contribuyeron
dando magníficos costaleros como fue el de la construcción,
mudanzas, metal, los de la fábrica de tabaco, los del horno
de cal, los alfareros o los dedicados a la fabricación de
ladrillos y tejas, sin olvidar por supuesto a los de la
“colla” del carbón.
No se trata en absoluto de negarle al muelle sevillano su
importancia capital, que no decisiva, en la configuración de
las antiguas cuadrillas de costaleros, sino sólo de deshacer
de una vez por todas el manido mito forjado a expensas del
obrero portuario y de su fuerza hercúlea. El mito del muelle
más bien se debió a que era este el único gremio de
trabajadores en el que la mayor parte de sus costaleros
pertenecían a la misma cuadrilla, tal era el caso de la de
Eduardo Bejarano en primer lugar y, posteriormente, la de
Alfonso Borrero. Si a ello unimos el hecho de que los
capataces que los mandaban durante la Semana Santa eran sus
patrones en el trabajo durante el resto del año, tenemos una
causa lógica y coherente que echa por tierra otras
consideraciones interesadas propias de literatura poética
barata.
Este factor decisivo, aglutinante, tal era la dejación
durante siete días del trabajo habitual en el muelle y la
traslación de la cuadrilla y el capataz portuarios al ámbito
cofrade, no ocurría por el contrario en otros gremios de
trabajadores que no vieron así impregnada su cotidianidad
por el negro hollín del mito. Y para corroborar lo aquí
apuntado, decir solamente que la cuadrilla de los “ratones”,
de Rafael Franco, quizá la más famosa de todos los tiempos,
estaba formada íntegramente por albañiles.
Resumiendo, y para cerrar el siglo de oro de la costalería
en Sevilla, que, por similitud en las costumbres y usos
sociales de la España de la época, se puede aplicar a las
demás ciudades con Semana Santa de relevancia, decir que
aquellos insignes hombres, nobles y honrados a carta cabal,
fueron los maestros de los que, también con gloria y honor,
forman el brillante presente del martillo y la trabajadera
en la actualidad.
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