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OPINIÓN - LUNES, 24 DE MARZO DE 2008

 
OPINIÓN / CARTAS AL DIRECTOR

Costal nuestro de cada día (IV)

Por Francisco Cerro Muro


La democracia impera en las cofradías pese a que en el País tal forma de gobierno no se da. Era, ciertamente, atípico que se pudiesen votar en una cofradía varias y diversas candidaturas para su Junta de Gobierno cuando en el Estado español no existía ni remotamente tal posibilidad.

Pero eso es otra historia…, porque para nada es deseo del que esto escribe mezclar política con cofradías y Semana Santa. Aunque, no obstante, debemos dejar muy claro que el mundo cofrade, entendido este por todos aquellos y aquellas que lo conforman, incluidos capataces y costaleros, es extremadamente sensible a las situaciones políticas inestables. Las cofradías, como manifestaciones públicas de fe que son, ante una situación política adversa suelen, por su marcado espíritu de supervivencia, aletargarse en su mundo interno en espera de tiempos mejores, que siempre suelen terminar llegando.

Lo malo es cuando la situación política es inestable, porque las cofradías en general no saben reaccionar adecuadamente al no poder ni saber en que lado más favorable quedarse o a que palo de la baraja jugar.

Son sus Reglas Fundamentales, su amor a Cristo, a la Santísima Virgen María y su sincero respeto y obediencia a la iglesia católica lo que las impide adoptar posturas que, si bien estarían de acuerdo y bien vistas con respeto a los usos políticos de la época, facilitándolas una vida interna normal y apacible, así como garantizándolas ese anhelado espíritu de supervivencia que las ha caracterizado a lo largo de los siglos, no lo estarían para nada con aquello que siempre han defendido, promulgado y llevado a cabo ya que, simplemente, estarían en contra de sus principios elementales.

Evidentemente, las cofradías jamás han adoptado posturas políticamente incorrectas que las pudiesen perjudicar, pero también es cierto que nunca han renunciado ni renegado a lo que y de lo que en su día las llevo a erigirse. La Historia no engaña, y cierto es que cuando la estabilidad política ha predominado, aún cuando fuese contraria en creencias a las de las cofradías, estas han evolucionado y progresado de manera positiva. Es la inestabilidad social la que las hace estancarse y arrinconarse en sus templos y casas de hermandad, puesto que una hermandad de penitencia posiblemente sea una de las asociaciones laicas conocidas con un mayor y más perfeccionado espíritu de supervivencia sin por ello dejar de defender a cambio sus objetivos e intereses.

Por eso, por esa estabilidad política y social que se dio en los años cuarenta tras la Guerra Civil en España, podemos asegurar sin temor a equivocarnos que las cofradías, y por ende todo lo relacionado con el mundo del martillo y la trabajadora, alcanzaron su auge en casi todos los aspectos, de manera especial en este último: el del arte de sacar los pasos de la Semana Santa de Sevilla a la calle.

Si bien el cenit en el andar de los pasos en la calle llega en esta época, manteniéndose hasta casi los setenta del pasado siglo, no podemos dejar de lado que habían ya desaparecido en esos años, bien por muerte, bien por edad, la mayoría de los grandes capataces.

¿Por qué pues todo se mantiene e incluso mejora tanto delante como debajo de los pasos? Pues, simplemente, porque la inmensa fábrica de capataces y costaleros de enjundia que era Sevilla por aquel entonces no paraba de soltar a la calle, y nunca mejor dicho, personas de valía inmensa.

Así, por ejemplo, irrumpe con fuerza inusitada un capataz que marcó estilo: Alfonso Borrero Pavón, mítico y carismático donde los haya. Una especie de Tarila con clase y técnica que Sevilla jamás olvidará. Su llegada al mundo del martillo se debió en gran parte a la escasa experiencia y falta de afición que el hijo de Eduardo Bejarano demostró tras la muerte de su padre.

Las cofradías no confiaban en ese hombre apocado y sin personalidad que distaba años luz de lo que fue su padre delante de las andas; si lo hacían, por el contrario, en el que fuese durante años segundo de lujo y hombre de confianza del insigne capataz fallecido. Todo lo que se diga de Alfonso Borrero es poco. Supo conjugar el buen hacer y organización de Rafael Franco con la gracia y donaire del mítico Tarila, al que solo podía conocer por referencias dada la diferencia de edades.

Es también en estos años cuarenta cuando se produce un acontecimiento que, si no relevante para el mundo de las cuadrillas de costaleros y de quienes los mandan, si que lo es y así debe ser reseñado para el de las anécdotas. Si bien no debemos obviar el tanto de leyenda que le corresponde a la historia, lo cierto es que la cuadrilla de Rafael Franco, a mediados de la década, se desplazó a Madrid a fin de sacar en notable procesión el paso del Cristo de Lepanto, con ocasión del IV Centenario de la Fundación de la Marina Española. Era esta, la del Cristo de Lepanto, una antiquísima y muy venerada imagen por el pueblo de la capital de España, cuya cofradía, dada la fama de las cofradías sevillanas y de sus costaleros y capataces, no dudo en ceder semejante honor de portar su venerado Cristo a los que por aquel entonces eran considerados los mejores a la hora de portar pasos de Semana Santa: “Las rata y los ratones de Rafael”. El viaje, pleno de anécdotas y vivencias de toda índole, así como el recorrido procesional, daría para escribir un libro entero. Decir como muestra que, en Madrid, y por el desconocimiento de las cofradías andaluzas y su forma de portar los pasos de Semana Santa, nadie pensó en que la cuadrilla, de forma regular y periódica, debía de parar a descansar.

De cómo solventó Rafael Franco la papeleta aquel día nada se sabe, lo cierto es que la cuadrilla, por respeto a la cofradía madrileña, a sus costumbres y, sobretodo, a su Titular, no puso los zancos del paso ni una sola vez en el suelo en toda la procesión.

Manuel Bejarano Rubio, hijo de Eduardo Bejarano, una vez consolidado y madurado como capataz, recupera la cuadrilla de su difunto padre, de la que anteriormente, por su inexperiencia, se había hecho cargo Alfonso Borrero. Este último, en un gesto que le honra y da idea de la talla moral y personal de aquellos hombres, se la cedió, sin más, una vez hubo comprobado que el inexperto aprendiz de capataz había dejado de serlo. Y esto no es fácil. Que un hombre que ha trabajado codo con codo con otros, a los que ha igualado, formado y enseñado y, por encima de todo, convivido malos momentos con ellos, ceda una cuadrilla de costaleros hecha y derecha, tuya, de esas denominadas “de ley”, es algo que no se da usualmente. Es más, creo que no se ha dado jamás, y si no que se lo digan a esos supuestos capataces que cuando la cofradía prescinde de sus servicios no dudan en utilizar todo tipo de artimañas torticeras para impedir que “sus” costaleros se queden bajo las andas del paso. Pero, es que, Alfonso Borrero, además de ser un señor, era un magnífico capataz.

Los años cincuenta y sesenta siguen dando excepcionales capataces y costaleros.

Pepe Cruz, Vicente Pérez Caro, Salvador Dorado Vázquez “El Penitente”, y los hijos de los insignes capataces de épocas anteriores, ya retirados o difuntos, toman relevancia y siguen con orgullo y clase lo que sus predecesores les legaron con no menos dignidad.

La maravilla en el arte de portar los pasos se consolida gracias a ellos, pero lejos de que los aspirantes a capataz se amedrenten dada la perfección que en esos momentos existía delante de las andas, por el contrario, empiezan estos a pedir su sitio delante de las parihuelas.

Así, comienza a aparecer en el mundo del martillo ayudantes y contraguías que son en la actualidad capataces de renombre, tal es el caso de Antonio Villanueva (hoy “Los hermanos Villanueva”), Rechí, Manuel Santiago y su hijo Antonio, del que más adelante hablaremos, Jesús Basterra, Manuel Adame, Alberto Gallardo o Salvador Perales.

No obstante, el grupo de los seis sigue vivo, pleno y vigente: Vicente Pérez Caro, Salvador Dorado Vázquez, Manuel Bejarano Rubio, Rafael Ariza Aguirre, Alfonso Borrero Pavón y Rafael Franco Rojas, siempre con su inseparable hermano Manuel. Que lujo para las cofradías sevillanas.

Ellos dominan, controlan y marcan la pauta en todo aquello relacionado con sacar y pasear los pasos de las cofradías sevillanas en Semana Santa.

Por desgracia, y por aquello de que el tiempo no pasa en balde, el siglo de oro del martillo y la trabajadora en Sevilla, pese a estar en pleno apogeo, también está llegando a su fin.

Rafael Franco, número uno indiscutido de la época, llega a tener hasta cuatro cofradías el mismo día en la calle. Esto hace que deba contar, una vez más, y como ya le sucediera a su padre, con segundos y ayudantes de excepcional valía delante de las andas como Julián Sánchez Grau, Parague, Miranda, Barroso, Sanabria, “El Tosta”, Fernando Silva, Ayala “Segundo” y, especialmente, Rafael Salvatella, hombre este que consiguió que Alfonso Borrero hiciese la famosa y mítica llamada al palio de la Macarena desde el balcón de su casa.

Tampoco en esta época debemos dejar en el olvido la valiosísima aportación que los trabajadores del mercado de abastos y la plaza hicieron con su trabajo como costaleros a la Semana Santa de Sevilla.

Es sabida y reconocida la de los del muelle, carreros, tejareros o areneros, pero sería injusto olvidar otros oficios y gremios de trabajadores que también contribuyeron dando magníficos costaleros como fue el de la construcción, mudanzas, metal, los de la fábrica de tabaco, los del horno de cal, los alfareros o los dedicados a la fabricación de ladrillos y tejas, sin olvidar por supuesto a los de la “colla” del carbón.

No se trata en absoluto de negarle al muelle sevillano su importancia capital, que no decisiva, en la configuración de las antiguas cuadrillas de costaleros, sino sólo de deshacer de una vez por todas el manido mito forjado a expensas del obrero portuario y de su fuerza hercúlea. El mito del muelle más bien se debió a que era este el único gremio de trabajadores en el que la mayor parte de sus costaleros pertenecían a la misma cuadrilla, tal era el caso de la de Eduardo Bejarano en primer lugar y, posteriormente, la de Alfonso Borrero. Si a ello unimos el hecho de que los capataces que los mandaban durante la Semana Santa eran sus patrones en el trabajo durante el resto del año, tenemos una causa lógica y coherente que echa por tierra otras consideraciones interesadas propias de literatura poética barata.

Este factor decisivo, aglutinante, tal era la dejación durante siete días del trabajo habitual en el muelle y la traslación de la cuadrilla y el capataz portuarios al ámbito cofrade, no ocurría por el contrario en otros gremios de trabajadores que no vieron así impregnada su cotidianidad por el negro hollín del mito. Y para corroborar lo aquí apuntado, decir solamente que la cuadrilla de los “ratones”, de Rafael Franco, quizá la más famosa de todos los tiempos, estaba formada íntegramente por albañiles.

Resumiendo, y para cerrar el siglo de oro de la costalería en Sevilla, que, por similitud en las costumbres y usos sociales de la España de la época, se puede aplicar a las demás ciudades con Semana Santa de relevancia, decir que aquellos insignes hombres, nobles y honrados a carta cabal, fueron los maestros de los que, también con gloria y honor, forman el brillante presente del martillo y la trabajadera en la actualidad.
 

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