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OPINIÓN - DOMINGO, 23 DE MARZO DE 2008

 
OPINIÓN

Costal nuestro de cada día (III)

Por Francisco Cerro Muro


En ese periodo los costaleros, por otra parte, siguen siendo sólo eso, peones de brega en el más completo de los anonimatos. Despreciados e ignorados cumplen con su trabajo como buenamente pueden. Mal alimentados, faltos de técnica y con correas infrahumanas, soportan con estoicismo espartano los abusos de las cofradías y de sus propios capataces. El peso de los pasos no se controla ni poco que le importa a las cofradías. En boca de los Hermanos Mayores está permanentemente la frase de que “el sueldo hay que ganárselo”, ¡y a fe que se lo ganan”.

Las viseras de los pasos son enormes y las trabajaderas se reducen con el fin de ahorrar los hombres que deben calzar en el paso y así pagar menos salarios.

Un paso de palio normal, con treinta hombres, ni se conocía ni mucho menos se planteaba, al igual que los relevos, que debían hacerse entre los hombres que calzaban, con lo cual, en muchos momentos de la procesión, el paso iba con menos de la mitad de los costaleros que deberían ir.

Todo esto, evidentemente, iba en detrimento del buen hacer de los pasos en la calle. La gente, incluso, echaba de los portones de sus casas a los costaleros que en ellos se hacían la ropa. La Limpieza de Sangre del siglo XVI seguía vigente para los costaleros en pleno siglo XX.

¿Cambiaría esto algún día? Todo parecía indicar que no.

La nueva forma


Entra ya el siglo XX, aparece un personaje sin parangón en el mundo de los capataces y costaleros: Rafael Franco Luque. El inigualable. El inimitable. El verdadero origen de las formas y modos de llevar los pasos tal y como los conocemos en la actualidad. Familiar de Juanillo Fatiga e íntimo amigo de Francisco Palacios, a quien respetaba profundamente, comienza su carrera al frente de los de abajo en el año 1908, consiguiendo la cofradía de la Mortaja, temida y respetada por los costaleros debido a su enorme peso.

El nuevo capataz, que ya había tenido un duelo dialéctico con Tarila años atrás en el funeral de un viejo capataz, pronto deja ver sus también nuevas maneras y que el futuro está en sus manos. Nueva indumentaria, traje y corbata negros, nuevas formas, no hay voces ni actos teatrales, rompe valientemente con las antiguas maneras de la ciudad, que pronto se fija en él y en la disciplina de la cuadrilla que manda.

Incorpora el listero y el cuadrante de paso. Iguala como nunca antes nadie lo había hecho: por altura y de mayor a menor, equilibrando a los más fuertes y robustos con los más débiles.

Consigue disciplina y orden a la vez que dignifica a los de abajo. Todos quieren trabajar con él. Es considerado y respetuoso con ellos pero a la vez férreo e intransigente cuando se están haciendo las cosas mal. No abronca en la calle, costumbre muy al uso de la época, aunque la verdad es que ni falta que le hace pues todo está perfectamente organizado. Pocos capataces, incluso en la actualidad, igualan como él lo hacía. Creó una dinastía sólo comparable a la de los Ariza y su recuerdo sigue vivo en cualquier capataz o costalero que le haya conocido.

Pronto los cofrades, cofradías y público en general comienzan a fijarse en ese nuevo y joven capataz, y no en vano, ya que al año siguiente es contratado por la cofradía del Gran Poder, comenzando así su inexorable carrera y arrollador éxito en el desagradecido y complicado mundo de las cofradías que, por otra parte, erre que erre, seguían todavía despreciando e ignorando a los costaleros, aunque el cambio era ya inevitable más pronto que tarde.

Es de destacar la razón por la cual Rafael Franco Luque es contratado por la que entonces era, y lo sigue siendo, excepcional cofradía de la Amargura. Corría por Sevilla el insistente rumor de que en la cuadrilla de Rafael, en los cántaros que portaban los aguadores, sólo se servía eso: agua.

Esto poco menos que era considerado increíble y poco factible para la época, ya que se solía utilizar vino puro, mezclado con agua en el mejor de los casos, o aguardiente de alta graduación con tal líquido elemento. Llegado José Prado Vera, cofrade significado de la Amargura, a tener a bien visitar a Rafael Franco, aquél le pregunta, sin más, si era cierto que en su cuadrilla sólo se repartía agua, a lo cual este contestó que sí.

El que después fuera el forjador del ‘silencio blanco’, también, sin más, exclamó: “Señor mío, usted es el capataz de la Amargura”.

Hechos como este y el buen hacer en la calle de Rafael hacen que las cuadrillas, y especialmente los capataces, se piquen y comiencen, sino a copiar, sí a abandonar viejas manías y feos defectos. Pero, son verdaderamente las cofradías las que, impresionadas con el nuevo estilo, comienzan a requerir los servicios de Rafael Franco, quien al no poder atender tanto trabajo, debe delegar en segundos capataces de valía excepcional como Agustín Moro o Antonio Francés, que pronto se independizarían creando cuadrilla propia, si bien el primero moriría de forma repentina e inesperada siendo aún muy joven.

Consolidado el nuevo estilo y ya terminado el cambio, independizados de Rafael numerosos ayudantes como ‘El Naranjero’ o ‘Manuel el del gas’, aparece, una vez más, otro excepcional personaje del mundo del martillo: Rafael Ariza Aguirre.

Segundo de confianza de Rafael Franco, dado que este tenía hasta dos cofradías por día en la Semana Santa, Ariza ‘El viejo’ será un discípulo aventajado de aquel. No obstante, la enorme confianza, respeto y amistad que Ariza sentía hacia su maestro y amigo impidió que se independizase, cosa que hará mucho más tarde, sólo a requerimiento de Rafael, que casi debe obligarle a ello, como veremos más adelante.

Con semejante segundo y tan capacitado maestro, las cuadrillas de Sevilla han alcanzado, por fin, su siglo de oro. Todo va bien, los pasos se lucen, las cofradías están contentas y los costaleros mejoran de manera notable. Los salarios se elevan a la vez que su figura y, especialmente, su trabajo empiezan a ser reconocidos. Se ve espectáculo en la calle y la gente lo agradece. La literatura dedicada al mundo del martillo y la trabajadera comienza a surgir de manera abundante y bien documentada.

Las cofradías, por otra parte, y si bien a regañadientes y de manera más que recelosa, empiezan a ser menos intransigentes con los costaleros, aunque, y yo así también lo creo, tal cambio de actitud sólo se debió al inmenso poder de Rafael Franco y a que se había convertido, junto a sus cuadrillas y ayudantes, en personajes imprescindibles e indiscutidos en el arte de sacar los pasos de Semana Santa a la calle. El costalero, lentamente pero ya de forma imparable, comienza a surgir del anonimato y se conocen nombres, gestas y episodios de toda índole relacionados con ellos. La prensa en general les hace un hueco y...

¡Comienza la leyenda!


Realidad, que no leyenda, hay que denominar a los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta, si bien las mejores fueron estas dos últimas décadas, del pasado siglo XX en cuanto a los avances y progresos de las cuadrillas de costaleros y sus capataces, que no sólo las mandaban y dirigían, sino también formaban, enseñaban y, en cierto modo y en la medida que ello les era posible, igualmente se preocupaban de mejorar social y económicamente a sus integrantes.

Así pues, con ese ambiente tan favorable, era lógico que surgiera una pléyade impresionante de capataces como Eduardo Bejarano, Miguel ‘El de la Plaza’, Angelillo ‘El gasesosero’, Pascual ‘El barrendero’, Rabasa, los hermanos Canela o ‘El seguridad’, por citar sólo unos pocos.

También, por aquella época, empiezan a velar sus primeras armas al frente de los pasos de Semana Santa los hijos de los grandes maestros. Por un lado, y con sólo catorce años, debuta Rafael Franco Rojas al frente de la Hiniesta; por otro, irrumpe como un verdadero vendaval José Ariza Mancera, verdadero impulsor de la definitiva separación del dúo Franco-Ariza, y de la creación así de dos grandes dinastías de capataces.

Durante los años treinta sigue la imparable evolución a mejor de todo aquello relacionado con el arte de sacar los pasos de Semana Santa a la calle. No obstante, se dan varios acontecimientos que hacen correr el rumor por la ciudad de una posible crisis de costaleros.

Y nada más lejano a la realidad, pues es a finales de esa década en la que se inicia el verdadero siglo de oro en cuanto al andar y llevar los pasos por las cuadrillas de costaleros. Aquello, como casi todo en esta vida, tuvo su origen y causa en motivos económicos.

Rafael Franco, empeñado en el bienestar social y económico de sus costaleros, defensor de estos ante los continuados abusos de las cofradías para con su gente, tras la Semana Santa, solicita a la cofradía del Gran Poder la elevación para el año siguiente, 1926, del salario de los costaleros hasta las trece pesetas. Este salario había estado fijado durante muchos años en diez pesetas por hombre, y Rafael, conocedor a la perfección del funcionamiento interno de las cofradías, tenía muy claro que si la del Gran Poder, seria y elitista, tacaña como pocas en cuanto al pago de salarios para costaleros y capataces, cedía a sus pretensiones económicas, las demás, si no imitarla, sí que opondrían poca resistencia a la pretendida y más que justa elevación salarial, no siéndole difícil llegar, en un par de años, hasta las quince pesetas por hombre y paso, objetivo este que se había propuesto conseguir.

No obstante, y tras casi un año de conversaciones, el Gran Poder, o mejor la cofradía del Gran Poder, o mejor aún, sus dirigentes, niegan la petición, ofreciéndose doce pesetas por hombre, que para la época tampoco era malo. Pero, las posiciones ya enconadas, y pese a que la diferencia, aún en esa época, era casi ridícula, hacen que la cofradía, muy cercana la Semana Santa, contrate los servicios de otro capataz, Antonio Francés, quien, pese a permanecer en la misma cuatro años, nunca llegó a adaptarse al peculiar andar del paso ni a las particularidades de tan ejemplar cofradía.

Y desde luego, que nadie piense que Antonio Francés era un mal capataz, ni mucho menos, ya que sus cuadrillas cumplían a la perfección en otras cofradías como San Roque o San Benito, simplemente es que tenemos que dar por cierto, por demostrado en numerosas ocasiones, el hecho de que unas cuadrillas de costaleros se adaptan mejor a una determinada cofradía, más aún en aquellas épocas, aunque es esta una circunstancia que también se da con frecuencia en los tiempos actuales. Esta inadaptación del capataz y su cuadrilla de costaleros a la cofradía en general y, en especial, a no conseguir dominar ni hacerse jamás con el característico y más que complicado caminar del paso del Señor del Gran Poder en la calle, unido al hecho de que la cruz del Señor roza repetidamente el dintel de la puerta año tras año (no debemos olvidar la excesiva complicación que conlleva el sacar y meter el paso del Gran Poder por la puerta del templo dada la singular colocación de la cruz sobre el hombro del Señor), hace que la hermandad, en 930, cuatro años después de la reivindicación salarial de Rafael Franco a la misma, opte por estudiar la implantación de una parihuela con ruedas.

El artilugio, efectivamente, fue proyectado y hasta construido, haciendo incluso un ensayo con el paso de palio. Por fortuna y gracias a Dios, nunca llegó a implantarse debido al escándalo que originó. Abucheos, gritos y silbidos a su paso por las calles fueron causa de que la hermandad recapacitara, lo desechara y contratase, de nuevo, afortunadamente, a Rafael Franco, que tuvo el honor de sacar al Señor del Gran Poder hasta su muerte.

Podemos, no obstante, imaginarnos aún siquiera por un momento, qué sería de una Semana Santa en Sevilla con pasos de ruedas por las calles. Mejor ni pensarlo.

Los años treinta para las cofradías, y por ende para las cuadrillas de costaleros, fueron tremendamente difíciles merced a los avatares políticos de la época. Hay quien sostiene, como Carmelo Franco del Valle en su libro Martillo y Trabajadera, que los capataces y costaleros poco menos que se mantuvieron indiferentes ante los aconteceres políticos, nada favorables por cierto para la iglesia católica en general y para las cofradías en particular; otros prefieren simplemente ignorar la relación que capataces y costaleros pudieron tener en el discurrir de las cofradías por las calles en aquellos atormentados años, tal y como hace, por ejemplo, Emilio Velázquez Mijarra en su reconocido libro Léxico de Capataces y Costaleros. Lo cierto, y sin querer entrar en más detalles, pues no es lo que nos ocupa, es que fueron tiempos muy duros y difíciles para todos, en especial para la iglesia y las cofradías, y en los que tanto unos como otros, dada la inestabilidad política, quisieron sacar tajada y arrimar el ascua a su sardina.

Los años cuarenta, con la estabilidad política que dio a España el final de una cruel e injusta Guerra Civil, también se la facilitó a las cofradías. Al igual que ocurriera tras la victoriosa Guerra de la Independencia contra los franceses, las cofradías en particular y la iglesia católica en general, se refuerzan y adquieren mayor carácter predominante en una sociedad aún convulsa y desorientada por los tristes y graves sucesos acaecidos.

Las hermandades pronto se reorganizan y prosperan rápidamente en todos los aspectos tras los duros reveses sufridos. Aumentan tanto su patrimonio como censo de hermanos y, bajo la tutela de una iglesia católica preponderante y bien reorganizada, las cofradías en un tiempo increíblemente corto, vuelven a colocarse en el puesto de privilegio que habían ocupado anteriormente en la sociedad de la época.

No obstante, con una habilidad digna de elogio y no sabiéndose muy bien cómo, las hermandades escapan de manera muy inteligente al intento por parte de la iglesia de manipularlas y controlarlas, obteniendo una cierta independencia de aquella en lo que respecta a su gobierno interno, hecho que les será muy beneficioso en el futuro.
 

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