En ese periodo los costaleros, por otra parte, siguen siendo
sólo eso, peones de brega en el más completo de los
anonimatos. Despreciados e ignorados cumplen con su trabajo
como buenamente pueden. Mal alimentados, faltos de técnica y
con correas infrahumanas, soportan con estoicismo espartano
los abusos de las cofradías y de sus propios capataces. El
peso de los pasos no se controla ni poco que le importa a
las cofradías. En boca de los Hermanos Mayores está
permanentemente la frase de que “el sueldo hay que
ganárselo”, ¡y a fe que se lo ganan”.
Las viseras de los pasos son enormes y las trabajaderas se
reducen con el fin de ahorrar los hombres que deben calzar
en el paso y así pagar menos salarios.
Un paso de palio normal, con treinta hombres, ni se conocía
ni mucho menos se planteaba, al igual que los relevos, que
debían hacerse entre los hombres que calzaban, con lo cual,
en muchos momentos de la procesión, el paso iba con menos de
la mitad de los costaleros que deberían ir.
Todo esto, evidentemente, iba en detrimento del buen hacer
de los pasos en la calle. La gente, incluso, echaba de los
portones de sus casas a los costaleros que en ellos se
hacían la ropa. La Limpieza de Sangre del siglo XVI seguía
vigente para los costaleros en pleno siglo XX.
¿Cambiaría esto algún día? Todo parecía indicar que no.
La nueva forma
Entra ya el siglo XX, aparece un personaje sin parangón en
el mundo de los capataces y costaleros: Rafael Franco Luque.
El inigualable. El inimitable. El verdadero origen de las
formas y modos de llevar los pasos tal y como los conocemos
en la actualidad. Familiar de Juanillo Fatiga e íntimo amigo
de Francisco Palacios, a quien respetaba profundamente,
comienza su carrera al frente de los de abajo en el año
1908, consiguiendo la cofradía de la Mortaja, temida y
respetada por los costaleros debido a su enorme peso.
El nuevo capataz, que ya había tenido un duelo dialéctico
con Tarila años atrás en el funeral de un viejo capataz,
pronto deja ver sus también nuevas maneras y que el futuro
está en sus manos. Nueva indumentaria, traje y corbata
negros, nuevas formas, no hay voces ni actos teatrales,
rompe valientemente con las antiguas maneras de la ciudad,
que pronto se fija en él y en la disciplina de la cuadrilla
que manda.
Incorpora el listero y el cuadrante de paso. Iguala como
nunca antes nadie lo había hecho: por altura y de mayor a
menor, equilibrando a los más fuertes y robustos con los más
débiles.
Consigue disciplina y orden a la vez que dignifica a los de
abajo. Todos quieren trabajar con él. Es considerado y
respetuoso con ellos pero a la vez férreo e intransigente
cuando se están haciendo las cosas mal. No abronca en la
calle, costumbre muy al uso de la época, aunque la verdad es
que ni falta que le hace pues todo está perfectamente
organizado. Pocos capataces, incluso en la actualidad,
igualan como él lo hacía. Creó una dinastía sólo comparable
a la de los Ariza y su recuerdo sigue vivo en cualquier
capataz o costalero que le haya conocido.
Pronto los cofrades, cofradías y público en general
comienzan a fijarse en ese nuevo y joven capataz, y no en
vano, ya que al año siguiente es contratado por la cofradía
del Gran Poder, comenzando así su inexorable carrera y
arrollador éxito en el desagradecido y complicado mundo de
las cofradías que, por otra parte, erre que erre, seguían
todavía despreciando e ignorando a los costaleros, aunque el
cambio era ya inevitable más pronto que tarde.
Es de destacar la razón por la cual Rafael Franco Luque es
contratado por la que entonces era, y lo sigue siendo,
excepcional cofradía de la Amargura. Corría por Sevilla el
insistente rumor de que en la cuadrilla de Rafael, en los
cántaros que portaban los aguadores, sólo se servía eso:
agua.
Esto poco menos que era considerado increíble y poco
factible para la época, ya que se solía utilizar vino puro,
mezclado con agua en el mejor de los casos, o aguardiente de
alta graduación con tal líquido elemento. Llegado José Prado
Vera, cofrade significado de la Amargura, a tener a bien
visitar a Rafael Franco, aquél le pregunta, sin más, si era
cierto que en su cuadrilla sólo se repartía agua, a lo cual
este contestó que sí.
El que después fuera el forjador del ‘silencio blanco’,
también, sin más, exclamó: “Señor mío, usted es el capataz
de la Amargura”.
Hechos como este y el buen hacer en la calle de Rafael hacen
que las cuadrillas, y especialmente los capataces, se piquen
y comiencen, sino a copiar, sí a abandonar viejas manías y
feos defectos. Pero, son verdaderamente las cofradías las
que, impresionadas con el nuevo estilo, comienzan a requerir
los servicios de Rafael Franco, quien al no poder atender
tanto trabajo, debe delegar en segundos capataces de valía
excepcional como Agustín Moro o Antonio Francés, que pronto
se independizarían creando cuadrilla propia, si bien el
primero moriría de forma repentina e inesperada siendo aún
muy joven.
Consolidado el nuevo estilo y ya terminado el cambio,
independizados de Rafael numerosos ayudantes como ‘El
Naranjero’ o ‘Manuel el del gas’, aparece, una vez más, otro
excepcional personaje del mundo del martillo: Rafael Ariza
Aguirre.
Segundo de confianza de Rafael Franco, dado que este tenía
hasta dos cofradías por día en la Semana Santa, Ariza ‘El
viejo’ será un discípulo aventajado de aquel. No obstante,
la enorme confianza, respeto y amistad que Ariza sentía
hacia su maestro y amigo impidió que se independizase, cosa
que hará mucho más tarde, sólo a requerimiento de Rafael,
que casi debe obligarle a ello, como veremos más adelante.
Con semejante segundo y tan capacitado maestro, las
cuadrillas de Sevilla han alcanzado, por fin, su siglo de
oro. Todo va bien, los pasos se lucen, las cofradías están
contentas y los costaleros mejoran de manera notable. Los
salarios se elevan a la vez que su figura y, especialmente,
su trabajo empiezan a ser reconocidos. Se ve espectáculo en
la calle y la gente lo agradece. La literatura dedicada al
mundo del martillo y la trabajadera comienza a surgir de
manera abundante y bien documentada.
Las cofradías, por otra parte, y si bien a regañadientes y
de manera más que recelosa, empiezan a ser menos
intransigentes con los costaleros, aunque, y yo así también
lo creo, tal cambio de actitud sólo se debió al inmenso
poder de Rafael Franco y a que se había convertido, junto a
sus cuadrillas y ayudantes, en personajes imprescindibles e
indiscutidos en el arte de sacar los pasos de Semana Santa a
la calle. El costalero, lentamente pero ya de forma
imparable, comienza a surgir del anonimato y se conocen
nombres, gestas y episodios de toda índole relacionados con
ellos. La prensa en general les hace un hueco y...
¡Comienza la leyenda!
Realidad, que no leyenda, hay que denominar a los años
veinte, treinta, cuarenta y cincuenta, si bien las mejores
fueron estas dos últimas décadas, del pasado siglo XX en
cuanto a los avances y progresos de las cuadrillas de
costaleros y sus capataces, que no sólo las mandaban y
dirigían, sino también formaban, enseñaban y, en cierto modo
y en la medida que ello les era posible, igualmente se
preocupaban de mejorar social y económicamente a sus
integrantes.
Así pues, con ese ambiente tan favorable, era lógico que
surgiera una pléyade impresionante de capataces como Eduardo
Bejarano, Miguel ‘El de la Plaza’, Angelillo ‘El gasesosero’,
Pascual ‘El barrendero’, Rabasa, los hermanos Canela o ‘El
seguridad’, por citar sólo unos pocos.
También, por aquella época, empiezan a velar sus primeras
armas al frente de los pasos de Semana Santa los hijos de
los grandes maestros. Por un lado, y con sólo catorce años,
debuta Rafael Franco Rojas al frente de la Hiniesta; por
otro, irrumpe como un verdadero vendaval José Ariza Mancera,
verdadero impulsor de la definitiva separación del dúo
Franco-Ariza, y de la creación así de dos grandes dinastías
de capataces.
Durante los años treinta sigue la imparable evolución a
mejor de todo aquello relacionado con el arte de sacar los
pasos de Semana Santa a la calle. No obstante, se dan varios
acontecimientos que hacen correr el rumor por la ciudad de
una posible crisis de costaleros.
Y nada más lejano a la realidad, pues es a finales de esa
década en la que se inicia el verdadero siglo de oro en
cuanto al andar y llevar los pasos por las cuadrillas de
costaleros. Aquello, como casi todo en esta vida, tuvo su
origen y causa en motivos económicos.
Rafael Franco, empeñado en el bienestar social y económico
de sus costaleros, defensor de estos ante los continuados
abusos de las cofradías para con su gente, tras la Semana
Santa, solicita a la cofradía del Gran Poder la elevación
para el año siguiente, 1926, del salario de los costaleros
hasta las trece pesetas. Este salario había estado fijado
durante muchos años en diez pesetas por hombre, y Rafael,
conocedor a la perfección del funcionamiento interno de las
cofradías, tenía muy claro que si la del Gran Poder, seria y
elitista, tacaña como pocas en cuanto al pago de salarios
para costaleros y capataces, cedía a sus pretensiones
económicas, las demás, si no imitarla, sí que opondrían poca
resistencia a la pretendida y más que justa elevación
salarial, no siéndole difícil llegar, en un par de años,
hasta las quince pesetas por hombre y paso, objetivo este
que se había propuesto conseguir.
No obstante, y tras casi un año de conversaciones, el Gran
Poder, o mejor la cofradía del Gran Poder, o mejor aún, sus
dirigentes, niegan la petición, ofreciéndose doce pesetas
por hombre, que para la época tampoco era malo. Pero, las
posiciones ya enconadas, y pese a que la diferencia, aún en
esa época, era casi ridícula, hacen que la cofradía, muy
cercana la Semana Santa, contrate los servicios de otro
capataz, Antonio Francés, quien, pese a permanecer en la
misma cuatro años, nunca llegó a adaptarse al peculiar andar
del paso ni a las particularidades de tan ejemplar cofradía.
Y desde luego, que nadie piense que Antonio Francés era un
mal capataz, ni mucho menos, ya que sus cuadrillas cumplían
a la perfección en otras cofradías como San Roque o San
Benito, simplemente es que tenemos que dar por cierto, por
demostrado en numerosas ocasiones, el hecho de que unas
cuadrillas de costaleros se adaptan mejor a una determinada
cofradía, más aún en aquellas épocas, aunque es esta una
circunstancia que también se da con frecuencia en los
tiempos actuales. Esta inadaptación del capataz y su
cuadrilla de costaleros a la cofradía en general y, en
especial, a no conseguir dominar ni hacerse jamás con el
característico y más que complicado caminar del paso del
Señor del Gran Poder en la calle, unido al hecho de que la
cruz del Señor roza repetidamente el dintel de la puerta año
tras año (no debemos olvidar la excesiva complicación que
conlleva el sacar y meter el paso del Gran Poder por la
puerta del templo dada la singular colocación de la cruz
sobre el hombro del Señor), hace que la hermandad, en 930,
cuatro años después de la reivindicación salarial de Rafael
Franco a la misma, opte por estudiar la implantación de una
parihuela con ruedas.
El artilugio, efectivamente, fue proyectado y hasta
construido, haciendo incluso un ensayo con el paso de palio.
Por fortuna y gracias a Dios, nunca llegó a implantarse
debido al escándalo que originó. Abucheos, gritos y silbidos
a su paso por las calles fueron causa de que la hermandad
recapacitara, lo desechara y contratase, de nuevo,
afortunadamente, a Rafael Franco, que tuvo el honor de sacar
al Señor del Gran Poder hasta su muerte.
Podemos, no obstante, imaginarnos aún siquiera por un
momento, qué sería de una Semana Santa en Sevilla con pasos
de ruedas por las calles. Mejor ni pensarlo.
Los años treinta para las cofradías, y por ende para las
cuadrillas de costaleros, fueron tremendamente difíciles
merced a los avatares políticos de la época. Hay quien
sostiene, como Carmelo Franco del Valle en su libro Martillo
y Trabajadera, que los capataces y costaleros poco menos que
se mantuvieron indiferentes ante los aconteceres políticos,
nada favorables por cierto para la iglesia católica en
general y para las cofradías en particular; otros prefieren
simplemente ignorar la relación que capataces y costaleros
pudieron tener en el discurrir de las cofradías por las
calles en aquellos atormentados años, tal y como hace, por
ejemplo, Emilio Velázquez Mijarra en su reconocido libro
Léxico de Capataces y Costaleros. Lo cierto, y sin querer
entrar en más detalles, pues no es lo que nos ocupa, es que
fueron tiempos muy duros y difíciles para todos, en especial
para la iglesia y las cofradías, y en los que tanto unos
como otros, dada la inestabilidad política, quisieron sacar
tajada y arrimar el ascua a su sardina.
Los años cuarenta, con la estabilidad política que dio a
España el final de una cruel e injusta Guerra Civil, también
se la facilitó a las cofradías. Al igual que ocurriera tras
la victoriosa Guerra de la Independencia contra los
franceses, las cofradías en particular y la iglesia católica
en general, se refuerzan y adquieren mayor carácter
predominante en una sociedad aún convulsa y desorientada por
los tristes y graves sucesos acaecidos.
Las hermandades pronto se reorganizan y prosperan
rápidamente en todos los aspectos tras los duros reveses
sufridos. Aumentan tanto su patrimonio como censo de
hermanos y, bajo la tutela de una iglesia católica
preponderante y bien reorganizada, las cofradías en un
tiempo increíblemente corto, vuelven a colocarse en el
puesto de privilegio que habían ocupado anteriormente en la
sociedad de la época.
No obstante, con una habilidad digna de elogio y no
sabiéndose muy bien cómo, las hermandades escapan de manera
muy inteligente al intento por parte de la iglesia de
manipularlas y controlarlas, obteniendo una cierta
independencia de aquella en lo que respecta a su gobierno
interno, hecho que les será muy beneficioso en el futuro.
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