Norma fundamental del Estado
democrático, la Ley Orgánica del Régimen Electoral General
de 1985 nació con el propósito de “lograr un marco estable
para que las decisiones políticas en las que se refleja el
derecho de sufragio se realicen en plena libertad”, objetivo
“esencial” señalado en su articulado, en el que se subraya
que en en la búsqueda de ese objetivo es “en el que se debe
enmarcar toda Ley Electoral de una democracia”.
Sin embargo, la evolución política nacional ha dejado
aparentemente trastocado ese propósito. Partidos nacionales
como Izquierda Unida (IU) o, ahora, Unión, Progreso y
Democracia (UPyD), no se han cansado de reclamar una reforma
de esta ley para evitar que los votos que van a parar a
formaciones nacionalistas lleguen a valir hasta seis veces
más que los que reciben ellos. O lo que es lo mismo, que
conseguir un escaño en el Congreso de los Diputados cueste a
esas formaciones seis veces más que a las nacionalistas.
Precisamente estos últimos partidos han sido hasta la fecha
los que se han enfrentado con mayor virulencia a una reforma
del actual sistema electoral, del que son los principales
beneficiarios. Enfrente suyo, IU, que es quien más ha
trabajado hasta ahora en argumentar esta reforma, entiende
que el actual sistema que recoge la Ley Electoral origina un
gran número de votos perdidos, tiene un índice de
proporcionalidad muy bajo y sobrerrepresenta a las
provincias con menor número de población sobre el resto.
Un asunto tan delicado como este precisa no sólo del
consenso de los dos grandes partidos de implantación
nacional, PP y PSOE, sino de todas las fuerzas del arco
parlamentario, ya que el sistema actual, de circunscripción
múltiple, pensado para garantizar peso específico en el
parlamento de las regiones menos pobladas, ha acabado
propiciando una sobrerepresentación de los partidos
nacionalistas difícilmente justificable. Los partidos deben
ponerse a pensar sobre este asunto durante la legislatura a
punto de comenzar.
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