PortadaCorreoForoChatMultimediaServiciosBuscarCeuta



PORTADA DE HOY

Actualidad
Política
Sucesos
Economia
Sociedad
Cultura

Opinión
Archivo
Especiales  

 

 

OPINIÓN - VIERNES, 21 DE MARZO DE 2008

 
OPINIÓN / COLABORACIÓN

Costal nuestro de cada día (II)

Por Francisco Cerro Muro


No obstante, es básico reseñar como vital en el camino para que la cruz que portaba el sacerdote en las procesiones sea relevada en importancia, jamás sustituida, por imágenes talladas de Nuestro Señor Jesucristo o de la Santísima Virgen María portadas sobre andas o parihuelas del Concilio de Trento, iniciado el año 1548 por Paulo III y que duró casi veinte años.

Es evidente que tales imágenes, talladas con mayor o menor perfección, logro o arte, debieron surgir cuando las cofradías, llenas de afanes contrarreformistas, tal y como bien daban a entender muy a las claras las tesis mantenidas y posteriormente promulgadas en el citado Concilio de Trento, se echan a la calle a mostrarle al pueblo, con los mayores visos de realismo (por ello las imágenes), los misterios de la Pasión de Cristo, abandonándose entonces los mencionados crucifijos llevados en las manos de un sacerdote así como las imágenes de tamaño académico portadas por algunos hermanos, dejando de un lado las pequeñas andas, en el caso poco probable de que las hubiese, y apareciendo los grandes, para la época, pasos de misterio.

Como quiera que en esa época los trabajos manuales estaban socialmente mal vistos, no digamos ya los de fuerza, y las cofradías se encontraban regidas por señores ajenos a tales labores, se hizo imprescindible la función de mercenarios que portasen, previo pago de un salario estipulado, las andas procesionales, ya de peso y tamaño considerables.

Ni que decir tiene que, ante el perfeccionamiento y el mayor auge de las procesiones, las figuras del costalero y de quien le manda igualmente lo hacen. No obstante, no es hasta el año 1622, según los manuscritos del Mayordomo de la Hermandad del Gran Poder, Manuel Serrano Ortega, que los publica a finales del siglo XIX, concretamente en el año 1898, bajo el título de Noticia Histórico-Artística de la Sagrada Imagen del Señor del Gran Poder, cuando podemos encontrar referencia escrita y documentada acerca de las figuras del costalero y de quien les guía.

Efectivamente, en el inventario de la cofradía en el año 1618, así como en otro posterior de 1622, aparecen las palabras celusias, andas grandes de pie, tarima y selucia. Estas celusias o selucias deben emparentarse con los actuales respiraderos y la tarima con la canastilla. El hecho, además, de que los siglos atrás, canasto y respiraderos formasen un bloque indiferenciado, no desmontable entre sí, nos lleva ya, sin ningún género de dudas, a dar como cierta la existencia de costaleros bajo las andas procesionales de aquellas épocas y de capataces que las dirigían y guiaban.

En este sentido, el cronista Sánchez Arjona nos revela un dato que deja bien claro que en las “rocas”, representaciones artísticas públicas en movimiento, básicas para el nacimiento de lo que hoy en día conocemos como pasos de Misterio, y que consistían en enormes carrozas sobre ruedas encima de las cuales actores asalariados hacían representaciones teatrales de episodios del Nuevo Testamento y de la Pasión de Cristo, y que eran movidas por cargadores cobrando situados en el interior de las mismas. Así, nos dice el mencionado cronista: “Todos los que salieron en la roca aquel año, bien representando alguna figura, así como los doce hombres que iban dentro para moverlas, eran de fuera y cobraron 25 maravedíes cada uno”.

También, del mismo siglo XVI, y apoyando lo apuntado anteriormente, data el hallazgo del historiador Hilario Arenas, quien descubre en los gastos de salida de la cofradía de Montesión el pago de 16 hombres, a cuatro reales cada uno, en contrato hecho a los capataces Juan Lara y Juan Moreno a finales de dicho siglo.

Tampoco debemos dejar de reseñar la alusión que en la novela Ejemplar de Miguel de Cervantes, Rinconete y Cortadillo, escrita sobre 1589, se hace a los esportilleros o costaleros cuando Cortado y Rincón ofician como tales al llegar a la ciudad de Sevilla y por cuyo trabajo cobran, y debiendo para éste, antes proveerse de un costal.

Según todo lo visto, el vocablo costalero debía estar implantado en Sevilla mucho antes que el de gallego o mozo de cuerda o cordel, encargados de las mudanzas y transportes de pianos, para lo cual se valían de verdaderas parihuelas llevadas sobre los hombros.

Debemos de tener en cuenta que, si bien en las fechas antes mencionadas el costalero existe sin ningún género de dudas en las procesiones sevillanas, portando los pasos en el interior de los mismos bajo trabajaderas de madera colocadas horizontalmente en las andas, ocultos por telas o faldones, y con indumentaria y formas muy parecidas a las actuales, esto no siempre fue así. El origen del costalero como tal está en los pequeños pasos que se crearon tras la desaparición de los crucifijos portados en las procesiones por sacerdotes, a los que antes hemos aludido.

Mercenarios con túnica

Estas pequeñas andas eran portadas por mercenarios vestidos con la túnica de la cofradía por fuera del paso, valiéndose para ello de cuatro maniguetas que, por aquel entonces, eran bastante más largas que la que conocemos en la actualidad, que existen simplemente como adorno o recuerdo de aquellos tiempos en los que los pasos se portaban mediante las mismas, apoyándose el hombro del mercenario sobre estas y soportando así el peso de las andas, utilizándose horquillas u horcajadas para sujetarlas en las paradas.

A veces, y si el paso era de mayor peso y envergadura, se contrataban más mercenarios a fin de que estos ayudasen por dentro a los de fuera. No obstante, no hay constancia alguna de que existiesen trabajaderas o artilugios similares en esa época bajo los pasos.

De esto, y de lo cierto de tales afirmaciones en los que respecta a la primitiva forma de portar los pasos, nos queda la Semana Santa de Málaga, en donde las maniguetas no sólo no se redujeron o desaparecieron como en el caso de Ceuta o Sevilla, por citar un ejemplo, sino que aumentaron en longitud, tamaño y número, siendo el único soporte gracias al cual el cargador, por fuera del paso, transporta los tronos que salen a la calle en esa ciudad.

Otro tanto sucedió en Cádiz, en donde, si bien las maniguetas no van por fuera del paso, sí lo hacen en su interior, colocándose las trabajaderas de forma transversal y no perpendicular a la parihuela.

Dentro del ayer en el mundo de los capataces y costaleros, y producido ya el primer gran salto o avance cualitativo en las procesiones, provocado como hemos dicho anteriormente por el Concilio de Trento, tenemos que hacer obligada referencia, por lo importante que va a ser posteriormente para comprender el escaso aprecio que tanto las cofradías como el pueblo llano tenían a los costaleros y el bajo estrato social que estos ocupaban, al Estatuto de Limpieza de Sangre que tanto las cofradías sevillanas como las de otras ciudades de España exigían a sus hermanos para poder ingresar en la nómina de las mismas.

Efectivamente, las cofradías, dirigidas y compuestas por señores, despreciaban los oficios serviles, hecho este que se vuelve a poner de moda en el Siglo de Oro español.

Es, por ello, prácticamente imposible hallar datos fehacientes, escritos o siquiera mínimamente documentados, acerca de capataces y costaleros, hasta finales del siglo XIX, y yo diría más, pues no es hasta bien entrados los años cincuenta del pasado siglo XX cuando empieza a aparecer literatura o referencia escrita que haga, de manera muy diversa, referencia al mundillo de los de abajo y de quienes los mandaban y dirigían.

Las cofradías, en aquella época, se cuidaban con notable esmero en mantener la Limpieza de Sangre y en que los hermanos para nada ejercieran trabajados de los denominados manuales o viles. El canon de cofradía perfecta para la época era ese: hermanos con sangre limpia, referido esto a que no ofreciesen la más mínima duda respecto a sus creencias religiosas y que, además, no ejercieran trabajos innobles. Si encima eran todos económicamente pudientes, la perfección era absoluta.

Todo esto lo podemos corroborar, y por solo citar un ejemplo, con la lectura de las primitivas Reglas de la cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y San Bartolomé Apóstol, de Alcalá del Río, aprobadas en el año 1582, en las que vemos que para nada y bajo ningún concepto podían ingresar en la misma mulatos, negros, moriscos ni indios, aunque fuesen católicos.

Este tipo de Reglas y condiciones para el ingreso en la hermandad, que se pueden hacer extensivas a todas las cofradías de la época en España, se mantienen vigentes hasta bien entrado el siglo XX, en donde, Reglamentos y Ceremoniales de Salida como el de la cofradía del Silencio son norma común en las demás, sacándose directamente y sin tapujos al personal que debía portar los pasos calificándoles de obscenos, blasfemos y escandalosos, conminándoles a guardar silencio absoluto bajo los pasos y durante todo el tiempo que durase la procesión bajo amenaza de no cobrar el salario estipulado, cosa que se dio en más de una ocasión.

Si bien no seré yo el que defienda el comportamiento en general de los costaleros de aquella época bajo los pasos y fuera de ellos durante la procesión, ya que no eran precisamente unos santos ni demasiado buenas personas, tampoco lo haré con las cofradías, ya que el trato de estas para con aquellos dejaba mucho que desear y jamás fue, ni de lejos, el correcto o mínimamente humano. Normalmente pagaban justos por pecadores ya que el mal comportamiento de algunos conllevaba que la cuadrilla entera no cobrase el salario, produciéndose entre los costaleros, al final de la procesión, verdaderas batallas campales al tener que sufrir, los que habían cumplido, la injusticia de no cobrar un dinero que se habían ganado más que de sobras. Pero así estaban las cosas, y así iban a seguir durante un buen tiempo.

En este sentido, y para justificar el hecho de que dejemos un poco de lado casi cuatro siglos de capataces y costaleros en la historia de las cofradías y de la Semana Santa, tenemos que, obras tan prestigiosas en el ámbito cofrade de la época como las aludidas anteriormente de Félix González de León, Abad Gordillo, Bermejo y Carballo, Ortiz de Zúñiga o Diego Morgado, no aludían, ni tan siquiera de pasada, a la figura del capataz o del costalero. No es hasta el año 1961 en el que Eugenio Nöel, en su libro Semana Santa en Sevilla, los nombra y se refiere de alguna manera a ellos, aunque, eso sí, muy de pasada y atribuyéndoles, con bastante desacierto, un sentido poético y romántico que para nada poseían.

Para ellos, los literatos, al igual que para la época en general, los costaleros, simplemente, no existían. El paso, y por ende la cofradía, terminaba en los faldones de la parihuela. Dentro, evidentemente y sabido por todos, había gente que reía, hablaba, sufrí y bebía, pero que se ignoraba adrede por su bajísima condición social. Eran poco menos que esclavos o bestias de carga a los que se les encomendaba una ingrata misión y por lo cual, según el malentendido sentido cristiano de la época, se les pagaba por aquello de acallar conciencias.

Los pasos andaban, ni bien ni mal, gracias a ellos, pero era mejor ni pensarlo porque impensable era que los señores que regían la cofradía reconociesen que los pasos, “sus pasos”, estaban en la calle a merced de clase social tan ínfima. Se les pagaba y que, sin más, se fueran a sus casas o lugares de latrocinio.

Así estaban las cosas, y así las escribían los autores, reflejos de la época. Ni los ensalzaban ni les hacían escarnio o crítica, simplemente, y al igual que ocurría con las cofradías, los ignoraban.

Este desprecio total y absoluto hacia la gente de abajo y sus no poco importantes quehaceres en la procesión, aparte de evidente, se ha prolongado hasta hace prácticamente unos años, pero eso será sólo otro capítulo que abordaremos más adelante. Sólo decir que aquellos hombres, ignorantes pero nobles, brutos pero con una gran afición y entrega para lo que en esos momentos hacían, han pasado, por mor de las costumbres y usos sociales de la época, al más absoluto de los olvidos.

No hay constancia de que hayan existido; no hay hombres, nombres, gestas ni alardes; no existen anécdotas ni referencia alguna acerca de que, durante décadas, estuviesen contribuyendo a que la Semana Santa sea hoy lo que es.

En su recuerdo y por su trabajo, con sus virtudes y defectos, la Semana Santa de ahora, tal y como la conocemos en todas las ciudades de España, basó sus cimientos, y buena parte de lo que es en la actualidad a ellos se lo debemos.

La transición

Dejados atrás aquellos remotos tiempos de capataces y costaleros desconocidos, de los cuales ni tan siquiera sabemos que utilizaban para sus albores bajo las andas o de sus usos y costumbres, cuando los pasos andaban como podían, ni bien ni mal, simplemente caminaban, olvidados nombres de capataces como Gonzalo y Juan Moreno, Teixedor, habidos en siglos pasados, debemos, sin más, plantarnos en el comienzo del siglo XX, alrededor de 1900.

Es aproximadamente en esos años en los que aparecen los capataces y costaleros antiguos, los de antes, los tradicionales. También son los profesionales auténticos, y sobre el término profesional hablaremos largo y tendido más adelante. Es la época de Tarila, malo y teatral donde los haya, pero querido y famoso como pocos; llegaba incluso a colocarse de rodillas delante de los pasos a fin de dar mayor efectivismo a sus órdenes. No había problemas de bulla, y las calles estrechas y puertas de iglesias se pasaban bien dadas las aún reducidas dimensiones de los pasos. Todo valía.

Ayala, de similares características a las de Tarila, aunque aún peor que él y con menos carisma, competía con este en vocinglero y dicharachero a la hora de mandar.

Tuvo mala suerte el hombre y debió emigrar a América en 1909, por lo que su influencia en el siglo XIX poco se dejó sentir si bien era el más joven de la época.

Antonio Torres Macías, conocido popularmente como Jaramillo Fatiga, hombre de gran afición pero de poca personalidad y carácter, menos afectado que Tarila y Ayala, tuvo también su hueco en esa época, al igual que Romero y Canela, El Gorrión (era sereno, de ahí el apodo), Soto y Calderón, El Carte, El Cuco, El Farolero y El Sargento Botón también aportaron su trabajo a esa época de finales de del siglo diecinueve y principios del veinte, en el que las cofradías empezaban a fraguar lo que más tarde sería su siglo de oro.

En esta época en la que por encima de todos los nombrados aparece en el firmamento de los capataces un personaje que revolucionaría el estilo en el arte de mandar y portar los pasos de la Semana Santa. Este era Francisco Palacios, y se le puede considerar sin ningún género de dudas como el gran precursor del estilo actual de dirigir y mandar los pasos. Serio, organizado, comedido en sus voces y vestuario, llegó a crear escuela en el arte de sacar los pasos, si bien sus hijos no siguieron la tradición, y por eso, al no crear dinastía, es poco conocido.

Fue también un hombre preocupado y comprometido en elevar el nivel social de los costaleros, consiguiendo en pocos años aumentar el salario diario de los hombres de diez reales a quince. Es él quien verdaderamente realiza y es artífice, por su forma de mandar y organizar las cuadrillas, de la transición entre el efectivismo y la chabacanería reinante de la época a la seriedad y buen hacer de años posteriores.
 

Imprimir noticia 

Volver
 

 

Portada | Mapa del web | Redacción | Publicidad | Contacto