No obstante, es básico reseñar como vital en el camino para
que la cruz que portaba el sacerdote en las procesiones sea
relevada en importancia, jamás sustituida, por imágenes
talladas de Nuestro Señor Jesucristo o de la Santísima
Virgen María portadas sobre andas o parihuelas del Concilio
de Trento, iniciado el año 1548 por Paulo III y que duró
casi veinte años.
Es evidente que tales imágenes, talladas con mayor o menor
perfección, logro o arte, debieron surgir cuando las
cofradías, llenas de afanes contrarreformistas, tal y como
bien daban a entender muy a las claras las tesis mantenidas
y posteriormente promulgadas en el citado Concilio de
Trento, se echan a la calle a mostrarle al pueblo, con los
mayores visos de realismo (por ello las imágenes), los
misterios de la Pasión de Cristo, abandonándose entonces los
mencionados crucifijos llevados en las manos de un sacerdote
así como las imágenes de tamaño académico portadas por
algunos hermanos, dejando de un lado las pequeñas andas, en
el caso poco probable de que las hubiese, y apareciendo los
grandes, para la época, pasos de misterio.
Como quiera que en esa época los trabajos manuales estaban
socialmente mal vistos, no digamos ya los de fuerza, y las
cofradías se encontraban regidas por señores ajenos a tales
labores, se hizo imprescindible la función de mercenarios
que portasen, previo pago de un salario estipulado, las
andas procesionales, ya de peso y tamaño considerables.
Ni que decir tiene que, ante el perfeccionamiento y el mayor
auge de las procesiones, las figuras del costalero y de
quien le manda igualmente lo hacen. No obstante, no es hasta
el año 1622, según los manuscritos del Mayordomo de la
Hermandad del Gran Poder, Manuel Serrano Ortega, que los
publica a finales del siglo XIX, concretamente en el año
1898, bajo el título de Noticia Histórico-Artística de la
Sagrada Imagen del Señor del Gran Poder, cuando podemos
encontrar referencia escrita y documentada acerca de las
figuras del costalero y de quien les guía.
Efectivamente, en el inventario de la cofradía en el año
1618, así como en otro posterior de 1622, aparecen las
palabras celusias, andas grandes de pie, tarima y selucia.
Estas celusias o selucias deben emparentarse con los
actuales respiraderos y la tarima con la canastilla. El
hecho, además, de que los siglos atrás, canasto y
respiraderos formasen un bloque indiferenciado, no
desmontable entre sí, nos lleva ya, sin ningún género de
dudas, a dar como cierta la existencia de costaleros bajo
las andas procesionales de aquellas épocas y de capataces
que las dirigían y guiaban.
En este sentido, el cronista Sánchez Arjona nos revela un
dato que deja bien claro que en las “rocas”,
representaciones artísticas públicas en movimiento, básicas
para el nacimiento de lo que hoy en día conocemos como pasos
de Misterio, y que consistían en enormes carrozas sobre
ruedas encima de las cuales actores asalariados hacían
representaciones teatrales de episodios del Nuevo Testamento
y de la Pasión de Cristo, y que eran movidas por cargadores
cobrando situados en el interior de las mismas. Así, nos
dice el mencionado cronista: “Todos los que salieron en la
roca aquel año, bien representando alguna figura, así como
los doce hombres que iban dentro para moverlas, eran de
fuera y cobraron 25 maravedíes cada uno”.
También, del mismo siglo XVI, y apoyando lo apuntado
anteriormente, data el hallazgo del historiador Hilario
Arenas, quien descubre en los gastos de salida de la
cofradía de Montesión el pago de 16 hombres, a cuatro reales
cada uno, en contrato hecho a los capataces Juan Lara y Juan
Moreno a finales de dicho siglo.
Tampoco debemos dejar de reseñar la alusión que en la novela
Ejemplar de Miguel de Cervantes, Rinconete y Cortadillo,
escrita sobre 1589, se hace a los esportilleros o costaleros
cuando Cortado y Rincón ofician como tales al llegar a la
ciudad de Sevilla y por cuyo trabajo cobran, y debiendo para
éste, antes proveerse de un costal.
Según todo lo visto, el vocablo costalero debía estar
implantado en Sevilla mucho antes que el de gallego o mozo
de cuerda o cordel, encargados de las mudanzas y transportes
de pianos, para lo cual se valían de verdaderas parihuelas
llevadas sobre los hombros.
Debemos de tener en cuenta que, si bien en las fechas antes
mencionadas el costalero existe sin ningún género de dudas
en las procesiones sevillanas, portando los pasos en el
interior de los mismos bajo trabajaderas de madera colocadas
horizontalmente en las andas, ocultos por telas o faldones,
y con indumentaria y formas muy parecidas a las actuales,
esto no siempre fue así. El origen del costalero como tal
está en los pequeños pasos que se crearon tras la
desaparición de los crucifijos portados en las procesiones
por sacerdotes, a los que antes hemos aludido.
Mercenarios con túnica
Estas pequeñas andas eran portadas por mercenarios vestidos
con la túnica de la cofradía por fuera del paso, valiéndose
para ello de cuatro maniguetas que, por aquel entonces, eran
bastante más largas que la que conocemos en la actualidad,
que existen simplemente como adorno o recuerdo de aquellos
tiempos en los que los pasos se portaban mediante las
mismas, apoyándose el hombro del mercenario sobre estas y
soportando así el peso de las andas, utilizándose horquillas
u horcajadas para sujetarlas en las paradas.
A veces, y si el paso era de mayor peso y envergadura, se
contrataban más mercenarios a fin de que estos ayudasen por
dentro a los de fuera. No obstante, no hay constancia alguna
de que existiesen trabajaderas o artilugios similares en esa
época bajo los pasos.
De esto, y de lo cierto de tales afirmaciones en los que
respecta a la primitiva forma de portar los pasos, nos queda
la Semana Santa de Málaga, en donde las maniguetas no sólo
no se redujeron o desaparecieron como en el caso de Ceuta o
Sevilla, por citar un ejemplo, sino que aumentaron en
longitud, tamaño y número, siendo el único soporte gracias
al cual el cargador, por fuera del paso, transporta los
tronos que salen a la calle en esa ciudad.
Otro tanto sucedió en Cádiz, en donde, si bien las
maniguetas no van por fuera del paso, sí lo hacen en su
interior, colocándose las trabajaderas de forma transversal
y no perpendicular a la parihuela.
Dentro del ayer en el mundo de los capataces y costaleros, y
producido ya el primer gran salto o avance cualitativo en
las procesiones, provocado como hemos dicho anteriormente
por el Concilio de Trento, tenemos que hacer obligada
referencia, por lo importante que va a ser posteriormente
para comprender el escaso aprecio que tanto las cofradías
como el pueblo llano tenían a los costaleros y el bajo
estrato social que estos ocupaban, al Estatuto de Limpieza
de Sangre que tanto las cofradías sevillanas como las de
otras ciudades de España exigían a sus hermanos para poder
ingresar en la nómina de las mismas.
Efectivamente, las cofradías, dirigidas y compuestas por
señores, despreciaban los oficios serviles, hecho este que
se vuelve a poner de moda en el Siglo de Oro español.
Es, por ello, prácticamente imposible hallar datos
fehacientes, escritos o siquiera mínimamente documentados,
acerca de capataces y costaleros, hasta finales del siglo
XIX, y yo diría más, pues no es hasta bien entrados los años
cincuenta del pasado siglo XX cuando empieza a aparecer
literatura o referencia escrita que haga, de manera muy
diversa, referencia al mundillo de los de abajo y de quienes
los mandaban y dirigían.
Las cofradías, en aquella época, se cuidaban con notable
esmero en mantener la Limpieza de Sangre y en que los
hermanos para nada ejercieran trabajados de los denominados
manuales o viles. El canon de cofradía perfecta para la
época era ese: hermanos con sangre limpia, referido esto a
que no ofreciesen la más mínima duda respecto a sus
creencias religiosas y que, además, no ejercieran trabajos
innobles. Si encima eran todos económicamente pudientes, la
perfección era absoluta.
Todo esto lo podemos corroborar, y por solo citar un
ejemplo, con la lectura de las primitivas Reglas de la
cofradía de Nuestra Señora de la Soledad y San Bartolomé
Apóstol, de Alcalá del Río, aprobadas en el año 1582, en las
que vemos que para nada y bajo ningún concepto podían
ingresar en la misma mulatos, negros, moriscos ni indios,
aunque fuesen católicos.
Este tipo de Reglas y condiciones para el ingreso en la
hermandad, que se pueden hacer extensivas a todas las
cofradías de la época en España, se mantienen vigentes hasta
bien entrado el siglo XX, en donde, Reglamentos y
Ceremoniales de Salida como el de la cofradía del Silencio
son norma común en las demás, sacándose directamente y sin
tapujos al personal que debía portar los pasos
calificándoles de obscenos, blasfemos y escandalosos,
conminándoles a guardar silencio absoluto bajo los pasos y
durante todo el tiempo que durase la procesión bajo amenaza
de no cobrar el salario estipulado, cosa que se dio en más
de una ocasión.
Si bien no seré yo el que defienda el comportamiento en
general de los costaleros de aquella época bajo los pasos y
fuera de ellos durante la procesión, ya que no eran
precisamente unos santos ni demasiado buenas personas,
tampoco lo haré con las cofradías, ya que el trato de estas
para con aquellos dejaba mucho que desear y jamás fue, ni de
lejos, el correcto o mínimamente humano. Normalmente pagaban
justos por pecadores ya que el mal comportamiento de algunos
conllevaba que la cuadrilla entera no cobrase el salario,
produciéndose entre los costaleros, al final de la
procesión, verdaderas batallas campales al tener que sufrir,
los que habían cumplido, la injusticia de no cobrar un
dinero que se habían ganado más que de sobras. Pero así
estaban las cosas, y así iban a seguir durante un buen
tiempo.
En este sentido, y para justificar el hecho de que dejemos
un poco de lado casi cuatro siglos de capataces y costaleros
en la historia de las cofradías y de la Semana Santa,
tenemos que, obras tan prestigiosas en el ámbito cofrade de
la época como las aludidas anteriormente de Félix González
de León, Abad Gordillo, Bermejo y Carballo, Ortiz de Zúñiga
o Diego Morgado, no aludían, ni tan siquiera de pasada, a la
figura del capataz o del costalero. No es hasta el año 1961
en el que Eugenio Nöel, en su libro Semana Santa en Sevilla,
los nombra y se refiere de alguna manera a ellos, aunque,
eso sí, muy de pasada y atribuyéndoles, con bastante
desacierto, un sentido poético y romántico que para nada
poseían.
Para ellos, los literatos, al igual que para la época en
general, los costaleros, simplemente, no existían. El paso,
y por ende la cofradía, terminaba en los faldones de la
parihuela. Dentro, evidentemente y sabido por todos, había
gente que reía, hablaba, sufrí y bebía, pero que se ignoraba
adrede por su bajísima condición social. Eran poco menos que
esclavos o bestias de carga a los que se les encomendaba una
ingrata misión y por lo cual, según el malentendido sentido
cristiano de la época, se les pagaba por aquello de acallar
conciencias.
Los pasos andaban, ni bien ni mal, gracias a ellos, pero era
mejor ni pensarlo porque impensable era que los señores que
regían la cofradía reconociesen que los pasos, “sus pasos”,
estaban en la calle a merced de clase social tan ínfima. Se
les pagaba y que, sin más, se fueran a sus casas o lugares
de latrocinio.
Así estaban las cosas, y así las escribían los autores,
reflejos de la época. Ni los ensalzaban ni les hacían
escarnio o crítica, simplemente, y al igual que ocurría con
las cofradías, los ignoraban.
Este desprecio total y absoluto hacia la gente de abajo y
sus no poco importantes quehaceres en la procesión, aparte
de evidente, se ha prolongado hasta hace prácticamente unos
años, pero eso será sólo otro capítulo que abordaremos más
adelante. Sólo decir que aquellos hombres, ignorantes pero
nobles, brutos pero con una gran afición y entrega para lo
que en esos momentos hacían, han pasado, por mor de las
costumbres y usos sociales de la época, al más absoluto de
los olvidos.
No hay constancia de que hayan existido; no hay hombres,
nombres, gestas ni alardes; no existen anécdotas ni
referencia alguna acerca de que, durante décadas, estuviesen
contribuyendo a que la Semana Santa sea hoy lo que es.
En su recuerdo y por su trabajo, con sus virtudes y
defectos, la Semana Santa de ahora, tal y como la conocemos
en todas las ciudades de España, basó sus cimientos, y buena
parte de lo que es en la actualidad a ellos se lo debemos.
La transición
Dejados atrás aquellos remotos tiempos de capataces y
costaleros desconocidos, de los cuales ni tan siquiera
sabemos que utilizaban para sus albores bajo las andas o de
sus usos y costumbres, cuando los pasos andaban como podían,
ni bien ni mal, simplemente caminaban, olvidados nombres de
capataces como Gonzalo y Juan Moreno, Teixedor, habidos en
siglos pasados, debemos, sin más, plantarnos en el comienzo
del siglo XX, alrededor de 1900.
Es aproximadamente en esos años en los que aparecen los
capataces y costaleros antiguos, los de antes, los
tradicionales. También son los profesionales auténticos, y
sobre el término profesional hablaremos largo y tendido más
adelante. Es la época de Tarila, malo y teatral donde los
haya, pero querido y famoso como pocos; llegaba incluso a
colocarse de rodillas delante de los pasos a fin de dar
mayor efectivismo a sus órdenes. No había problemas de
bulla, y las calles estrechas y puertas de iglesias se
pasaban bien dadas las aún reducidas dimensiones de los
pasos. Todo valía.
Ayala, de similares características a las de Tarila, aunque
aún peor que él y con menos carisma, competía con este en
vocinglero y dicharachero a la hora de mandar.
Tuvo mala suerte el hombre y debió emigrar a América en
1909, por lo que su influencia en el siglo XIX poco se dejó
sentir si bien era el más joven de la época.
Antonio Torres Macías, conocido popularmente como Jaramillo
Fatiga, hombre de gran afición pero de poca personalidad y
carácter, menos afectado que Tarila y Ayala, tuvo también su
hueco en esa época, al igual que Romero y Canela, El Gorrión
(era sereno, de ahí el apodo), Soto y Calderón, El Carte, El
Cuco, El Farolero y El Sargento Botón también aportaron su
trabajo a esa época de finales de del siglo diecinueve y
principios del veinte, en el que las cofradías empezaban a
fraguar lo que más tarde sería su siglo de oro.
En esta época en la que por encima de todos los nombrados
aparece en el firmamento de los capataces un personaje que
revolucionaría el estilo en el arte de mandar y portar los
pasos de la Semana Santa. Este era Francisco Palacios, y se
le puede considerar sin ningún género de dudas como el gran
precursor del estilo actual de dirigir y mandar los pasos.
Serio, organizado, comedido en sus voces y vestuario, llegó
a crear escuela en el arte de sacar los pasos, si bien sus
hijos no siguieron la tradición, y por eso, al no crear
dinastía, es poco conocido.
Fue también un hombre preocupado y comprometido en elevar el
nivel social de los costaleros, consiguiendo en pocos años
aumentar el salario diario de los hombres de diez reales a
quince. Es él quien verdaderamente realiza y es artífice,
por su forma de mandar y organizar las cuadrillas, de la
transición entre el efectivismo y la chabacanería reinante
de la época a la seriedad y buen hacer de años posteriores.
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