Ya Voltaire, en su tiempo, dijo:
“que si Dios no existiera, sería necesario inventarlo”. Esto
debieron pensarlo jóvenes universitarios que están
dispuestos a empapelar las universidades madrileñas con
preguntas como estas: “Dios… ¿estás ahí?” o “¿Universidad
para buscar la verdad? Las interpelaciones tienen miga en un
momento de total desconfianza ante los valores
tradicionales, donde trabajar buscando sólo a Dios no está
bien visto, y, en cambio, sí mendigar los halagos de las
personas, el aplauso del poder. A mi me parece bien que
desde el espacio universitario se interrogue la juventud, y
también nos interroguemos los que peinamos canas, haciendo
honor a su histórica cátedra. Personalmente, declaro
debilidad hacia ese Dios que mira las manos limpias, no las
llenas.
Conviene tener en cuenta el evidente cambio cultural que
vivimos, rompedores a veces con la ancestral cultura de la
universidad y con las mismas raíces cristianas. Desde luego,
pienso que todas estas rupturas requieren una reflexión
continua sobre una serie de cuestiones fundamentales, como
pueden ser los conflictos surgidos entre normativas
inherentes a la naturaleza misma del ser humano con otras
generadas por el hombre mismo en el contexto de un sistema
productivo injusto, que excluye y fagocita libertades, que
insensibiliza y atrofia.
La globalización exige ensancharse en altura de miras y
también en nuestra comprensión de racionalidad hacia todos.
En este sentido, también creo que no hay espacio mejor, que
el universitario, para dar luz a esa búsqueda de la verdad
desde la exhortación. Pienso que las aulas universitarias,
lejos de ser laboratorios culturales, se encierran demasiado
en el ámbito puramente curricular, obviando el asombro del
descubrimiento con ideas preconcebidas y mezquinos saberes
reductivos.
Converger conocimientos es lo suyo, demandar ante el letargo
de ideas como lo hacen esos jóvenes universitarios
madrileños, reclamando nuestra atención a través de sus
interrogaciones, me parece cuando menos saludable para huir
de cebos que invitan a no pensar más, a huir del esfuerzo y
del afán por lo auténtico, para abandonarse a un falso
disfrute. Desde luego, en esa máscara de divertimentos, en
el que hasta uno debe de dejar ser uno mismo, no se puede
ver a Dios, por mucho que todo hable de Él, y tampoco con
los ojos de una sabiduría fragmentada, algo propio de una
universidad que suele estar desvinculada de las grandes
instituciones culturales u otros centros de pensamiento. La
receta extendida por Santa Teresa es, verdaderamente, una
fórmula a tener en cuenta: “Quien a Dios tiene, nada le
falta. Sólo Dios basta”. Ahora, a juzgar por algunas
andanzas, parece que hasta en la misma universidad le
mataron.
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