Es domingo y me da por leer unas
declaraciones de Juande Ramos. El hombre nacido en
Pedro Muñoz puede presumir ya de ser más famoso que Pedro
Almodóvar. Para que luego digan que La Mancha es nada
más que un páramo en el cual Don Quijote estaba condenado a
perder la chaveta.
La entrevista es amena. Y en las respuestas se le nota al
personaje que sabe exactamente el sitio que ocupa y cómo le
ha sido posible convertirse en uno de los entrenadores más
laureados del universo futbolístico. Seis títulos ha
obtenido en apenas un amen. Y seguro que no serán los
últimos.
Las contestaciones de Juande a las preguntas que le hace el
entrevistador me llenan de satisfacción. Responde sin
tapujos. Sin tonterías de tres al cuarto. Y desde su altura,
conseguida con enormes sacrificios, mira hacia abajo para
hacer una loa de los entrenadores modestos.
Quiere saber el periodista los motivos por los cuales
acierta tanto cuando toma decisiones durante los partidos. Y
el manchego de oro no se corta lo más mínimo en decirle que
él procede del fútbol modesto. Que se ha hecho entrenador
teniendo que apechugar con las muchas dificultades que
existen en las categorías inferiores. Pero que es ahí donde
se aprende. Y dice verdades como puños.
Por ejemplo: Hay entrenadores que tardan en darse cuenta de
lo que sucede en el terreno de juego. Y a veces ni eso. Es
decir, que terminan el partido y aún no saben lo que ha
ocurrido. Tal vez porque han llegado a Primera División por
ser famosos como futbolistas o bien por haberlo querido así
ciertas amistades.
Se le nota en sus palabras, a Juande, ese deje de amargura
que dejan las murmuraciones de quienes habiendo logrado la
gloria como jugadores no tienen talento para convertirse en
entrenadores con sapiencia suficiente para dirigir a un
equipo. Me lo imagino, tras dar sus primeros pasos como
entrenador y ser fichado por el Barcelona para entrenar al
filial, teniendo que soportar las palabras despechadas de
algunas viejas glorias del lugar: ¡Dónde ha jugado éste...?
Palabras que se habrán repetido en otros clubs. Y que habrán
ido grabándose a fuego en la alacena de la memoria de quien
viene cosechando fama, dinero, éxitos y gloria. Palabras que
suelen salir de la boca de cuantos creen que el jugar bien,
y a ser posible en un equipo grande, es sinónimo de buen
entrenador. Casi nunca es así. A pesar de que yo siga
pensando que para ser entrenador es conveniente, no
necesario, haber jugado varios años como profesional.
Leídas las declaraciones de Juande, sinceras y dolientes, no
tuve más remedio que sacrificar la siesta y sentarme ante el
televisor para ver la final de la Carling Cup en Wembley.
Imbuido por un deseo: que el Tottenham saliera victorioso
frente al Chelsea. Y viví sus goles jubilosamente. Y, por
supuesto, disfruté de lo lindo viendo al manchego de oro
dirigir a su equipo en un escenario tan colosal.
Ahí es nada: un manchego de Pedro Muñoz, a quien le costaba
trabajo expresarse, en vez de convertirse en un tímido
recalcitrante, decidió dedicarse a entrenar para llegar un
día a ser una figura de relumbrón. Y lo consiguió. Ahora,
siendo ya un grande, ha mirado hacia atrás para homenajear a
los entrenadores modestos. Y a mí me ha ganado para su
causa.
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