Después de que a Eduardo Manostijeras le hicieran muchas
perrerías por ser un friki, la historia finaliza con la
abuela diciéndole a su nieta que la primera vez que Edward
llegó al pueblo fue la primera que nevó y que supone que
sigue vivo porque nunca dejaron de caer copos.
¿Qué hubiera pasado si Eduardo Manostijeras hubiera
abandonado su escondrijo y gritado: “¡Vendetta!”? Que
hubiera llovido sangre. Eso es Sweeny Todd: el barbero
diabólico de la calle Fleet. Las coincidencias entre uno y
otro personaje –los dos llevan el rostro más demacrado de
Johnny Depp– de ambas películas de Tim Burton son
llamativas. Todd es la versión vengativa de Manostijeras. Es
decir, para Eduardo las cuchillas en las manos eran un
incordio, para Todd, las navajas dan un sentido a su
torturada vida.
Tim Burton traslada a su universo gótico –cuántas veces se
habrá escrito esto– un exitoso musical de Brodway y amalgama
canciones, humor negro y sangre, mucha sangre. Como los
chiquillos que armados con un subfusil de asalto se vengan
de sus compañeros de clase en un instituto americano. Lo
curioso es que es un musical en el que las canciones no
aburren al oírlas por primera vez y en el que la historia
avanza a través de ellas. ¡Gracias a Dios!
El talento de Burton dota al film de un deslumbrante poderío
visual, totalmente alejado de lo previsible y lo
convencional, pero sin que haya intención de provocar o
escandalizar. Únicamente se echa en falta un mayor sentido
del terror, lo que habría dotado a la película de un
contraste brutal entre las secuencias cantadas y las
sanguinolentas.
Resulta que, como en un cuento infantil, dos amantes son
separados y ven su futuro arruinado. El príncipe azul vuelve
convertido en un ángel exterminador y hará partícipe de su
sufrimiento a todo aquel que quiera un afeitado apurado.
¡Qué burrada! ¿no? La respuesta de la película es que
seguramente se lo merecen. Sin embargo, el mal se volverá
contra el mal.
Burton dibuja un Londres del siglo XIX gótico en el que la
miseria y la falta de valores forman la piedra angular de
una sociedad tan enferma en la que unos se comen a otros,
pero de forma literal: ¡metidos en empanadillas para
canívales! Nadie está libre de culpa, ni el asesino ni el
asesinado. Como diría William Munny –Clint Eastwood en Sin
Perdón–: “La Justicia no tiene nada que ver con esto”.
Ahora... en Sweeny Todd, como en toda película de Hollywood,
siempre hay unos malos identificables, con los que es
imposible crear empatía a no ser que seas un psicópata: los
más poderosos, sobre los que cae la responsabilidad última
de todas las barbaridades que suceden, pues son la raíz del
problema. Y quiénes son los únicos que salen airados: los
niños, a la espera de que la vida corrompa su inocencia.
La historia del barbero diábolico posee una moraleja: el mal
acaba volviéndose contra el mal -lo siento, no puedo contar
más para evitar destripar el final–. No obstante, ¿realmente
hay moraleja? No, ¡qué va! La sangre lo explica todo.
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