Mi médico de cabecera, y también
estimado amigo, Antonio Ferreras, me recomendó el lunes
pasado, descanso absoluto durante varios días. Pero, como
habrán podido comprobar mis lectores, no le hice el menor
caso. Eso sí, estoy tecleando desde entonces con un solo
dedo de la mano derecha.
Enfrascado, pues, en mi tarea de escribir y, por supuesto,
de leer, para comprobar la verdad de lo dicho en su día por
Montesquieu al respecto (“No habiendo tenido nunca un
disgusto que una hora de lectura no me haya quitado”),
recibo una llamada de quien suele echarme de menos cuando
dejo de frecuentar los dos o tres lugares por los cuales me
dejo ver casi diariamente.
Tras interesarse por la causa que ha propiciado mi
enclaustramiento, me habla, cómo no, de fútbol y luego me
pide, así como quien no quien no quiere la cosa, mi parecer
sobre si el problema de la Manzana del Revellín ha cambiado
en algo la forma de comportarse de Juan Vivas. Lo que tú
tratas, pues veo a la legua tus intenciones, es que yo
publique mi descripción del carácter, acciones y costumbres
de Vivas, tal y como te he explicado a veces en privado. Es
decir, quieres que haga de él un retrato moral aproximado.
Vamos, lo que en términos literarios se suele llamar una
etopeya. Pues bien, no tengo el menor inconveniente en darte
ese gustazo. Por más que sepa que corro el riesgo de
desagradar a quienes tengan otra impresión totalmente
distinta del personaje en cuestión.
Juan Vivas es educado, agradable, simpático, moderado,
prudente, aparentemente agradecido, y demuestra una
habilidad notable en el manejo de la ambigüedad; lo cual le
vale para no darle cobijo definitivo a nadie en su
pensamiento y acción. Tiene, sin duda, cara de buena persona
y vende, por lo tanto, más que bien lo que sabe. Y, sobre
todo, es consciente de que en esta vida los logros
apetecidos no se suelen conseguir empleándose en línea
recta. Y menos en política.
Por todo ello, los ciudadanos que le profesan admiración y
respeto, que son innumerables, quedarían desencantados si lo
viesen actuar, ahora, de manera bien distinta: gritando como
un poseso; sacando pecho a cada paso; insultando a sus
adversarios por sistema, o convertido en un mandamás a quien
el triunfo absoluto en las urnas le hubiera estropeado el
cauce del buen discurrir.
-Entonces, Manolo, ¿cómo es posible que Aróstegui le haya
catalogado de chulo?
Muy sencillo: porque el secretario general de Comisiones
Obreras, y dirigente de un partido extraparlamentario,
cuando escribe es incapaz de sosegar el tumulto interior que
le causa una envidia que le corroe las entrañas. Y ese
sentimiento de tristeza e irritación le impide centrarse en
lo que escribe y habla. De ahí que sus ideas salgan
achicharradas por su pasión desaforada y enfermiza.
No me extraña, pues, que haya tachado a Vivas de chulo. Algo
que nunca será éste. Ya que por más que leo todas las
acepciones registradas de la palabra no encuentro ninguna
que tenga el menor parecido con la forma de comportarse del
presidente de la Ciudad.
Sin embargo, Aróstegui debería saber que el presumir
públicamente de haber colocado en el Ayuntamiento a dedo a
mucha gente, entre otras salidas de tono, sí está en la
línea de ser jactancioso y desafiante. En suma: de ser más
chulo que un ocho.
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