Dicen que todos los presidentes
del Gobierno terminan padeciendo el síndrome de La Moncloa.
Algo que suele negar Leopoldo Calvo Sotelo. Y puede que sea
verdad que él se librara de esas alteraciones psíquicas que
el mucho poder causa en los hombres. Pero debería decir que
si nunca deliró fue tal vez por falta de tiempo. Pues todos
sabemos que su presidencia duró un rato.
Lo que está claro es que los políticos suelen perder la
chaveta con los éxitos. Y más pronto que tarde empiezan a
decir cosas incoherentes o absurdas como consecuencia de una
obnubilación pasajera de la conciencia. Es el punto
delirante que Molière atribuía a los grandes hombres. Pero
de esa fiebre alta, motivada por el poder, capaz de producir
desvaríos, perturbaciones, trastornos, etcétera, tampoco se
escapan los presidentes de fútbol. Sobre todo el del Madrid
y el del Barcelona. Porque no olvidemos que pisan el asfalto
con rango de ministros. Bueno, es un decir, porque hay
ministros que no los conocen ni en su casa.
Ramón Calderón y Joan Laporta son más que ministro. Y lo
primero que dijeron, nada más obtener la presidencia, es que
el cargo no se les iba a subir a la cabeza. Que lo último
que harían es cambiar su forma de ser. Pues bien, les viene
ocurriendo lo que antes les sucedió a otros presidentes: que
los éxitos más que mejorarlos los han idiotizados. Los han
convertido en lelos. En una palabra, los ha hecho peores.
En esta ocasión, me voy a referir al presidente del Madrid.
A Calderón, que parecía haber superado actuaciones erróneas,
la goleada al Valladolid le trastornó la sesera. Y rodeado
por aduladores de primera fila, por contadores de mentiras
gloriosas, y crecido el caudaloso río de sus vanidades por
medio de una prensa madrileña dispuesta a convertir en mitos
a sus jugadores preferidos, se dejó convencer de que a éstos
debía el Madrid firmarles un contrato vitalicio.
Y allá que aprovechó el presidente las facilidades dadas por
el Valladolid en el Bernabéu, en tarde aciaga de su
entrenador, para, a favor de marea, salir a la palestra y
dárselas de patrón magnánimo que sabe premiar a sus hombres
más distinguidos y relevantes. De su discurso, de las
palabras de Calderón, se desprendía que Raúl y Casillas
llevaban toda su vida cobrando un salario mínimo en el club.
Y que ya había llegado el momento de reparar tan lamentables
agravios. Porque ambos futbolistas habían soportado
estoicamente los malos tratos recibidos por anteriores
directivas.
Ese día, de la semana pasada, la radio, la televisión, la
prensa escrita e Internet airearon tan grande acontecimiento
reparador de un daño que también incluiría a Guti. A quien
el presidente, tan aficionado al toro, comparó con Curro
Romero. Vino a decir que José María era tan genial que una
buena actuación le valía para que el resto de la temporada
se dedicara a atusarse el pelo, a protestar a los árbitros,
a hacer mofa de los contrarios y a jugar de ‘palomero’. Ese
día, de la semana pasada, Calderón estaba eufórico. Más bien
enajenado. Y se sentía la novia en la boda, el niño en el
bautizo y el muerto en el entierro. Y decidió tirar la casa
por la ventana. El sábado por la noche, tras el petardo
pegado por el Madrid en el Ruiz de Lopera, seguro que Ramón
Calderón se dio cuenta de que había perdido el norte. Que el
poder lo había entontecido. Y cambió de color.
|