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OPINIÓN - MARTES, 19 DE FEBRERO DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

El poder idiotiza
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Dicen que todos los presidentes del Gobierno terminan padeciendo el síndrome de La Moncloa. Algo que suele negar Leopoldo Calvo Sotelo. Y puede que sea verdad que él se librara de esas alteraciones psíquicas que el mucho poder causa en los hombres. Pero debería decir que si nunca deliró fue tal vez por falta de tiempo. Pues todos sabemos que su presidencia duró un rato.

Lo que está claro es que los políticos suelen perder la chaveta con los éxitos. Y más pronto que tarde empiezan a decir cosas incoherentes o absurdas como consecuencia de una obnubilación pasajera de la conciencia. Es el punto delirante que Molière atribuía a los grandes hombres. Pero de esa fiebre alta, motivada por el poder, capaz de producir desvaríos, perturbaciones, trastornos, etcétera, tampoco se escapan los presidentes de fútbol. Sobre todo el del Madrid y el del Barcelona. Porque no olvidemos que pisan el asfalto con rango de ministros. Bueno, es un decir, porque hay ministros que no los conocen ni en su casa.

Ramón Calderón y Joan Laporta son más que ministro. Y lo primero que dijeron, nada más obtener la presidencia, es que el cargo no se les iba a subir a la cabeza. Que lo último que harían es cambiar su forma de ser. Pues bien, les viene ocurriendo lo que antes les sucedió a otros presidentes: que los éxitos más que mejorarlos los han idiotizados. Los han convertido en lelos. En una palabra, los ha hecho peores.

En esta ocasión, me voy a referir al presidente del Madrid. A Calderón, que parecía haber superado actuaciones erróneas, la goleada al Valladolid le trastornó la sesera. Y rodeado por aduladores de primera fila, por contadores de mentiras gloriosas, y crecido el caudaloso río de sus vanidades por medio de una prensa madrileña dispuesta a convertir en mitos a sus jugadores preferidos, se dejó convencer de que a éstos debía el Madrid firmarles un contrato vitalicio.

Y allá que aprovechó el presidente las facilidades dadas por el Valladolid en el Bernabéu, en tarde aciaga de su entrenador, para, a favor de marea, salir a la palestra y dárselas de patrón magnánimo que sabe premiar a sus hombres más distinguidos y relevantes. De su discurso, de las palabras de Calderón, se desprendía que Raúl y Casillas llevaban toda su vida cobrando un salario mínimo en el club. Y que ya había llegado el momento de reparar tan lamentables agravios. Porque ambos futbolistas habían soportado estoicamente los malos tratos recibidos por anteriores directivas.

Ese día, de la semana pasada, la radio, la televisión, la prensa escrita e Internet airearon tan grande acontecimiento reparador de un daño que también incluiría a Guti. A quien el presidente, tan aficionado al toro, comparó con Curro Romero. Vino a decir que José María era tan genial que una buena actuación le valía para que el resto de la temporada se dedicara a atusarse el pelo, a protestar a los árbitros, a hacer mofa de los contrarios y a jugar de ‘palomero’. Ese día, de la semana pasada, Calderón estaba eufórico. Más bien enajenado. Y se sentía la novia en la boda, el niño en el bautizo y el muerto en el entierro. Y decidió tirar la casa por la ventana. El sábado por la noche, tras el petardo pegado por el Madrid en el Ruiz de Lopera, seguro que Ramón Calderón se dio cuenta de que había perdido el norte. Que el poder lo había entontecido. Y cambió de color.
 

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