Viene a llenar una de las más graves carencias de nuestro
sistema de enseñanza, la educación cívico-democrática de los
ciudadanos y ciudadanas, en aplicación del artículo 27.2 de
la Constitución Española: “La educación tendrá por objeto el
pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a
los principios democráticos de convivencia y a los derechos
y libertades fundamentales”. Responde, además, a una
recomendación de la Unión Europea, donde más de veinte
países la han incorporado dentro del currículo escolar. En
definitiva, se trata de una asignatura sobre la que en
Europa hay consenso y no parece plantear problemas a la hora
de impartirla en las aulas. Al menos hasta el presente no se
han producido; tampoco en España durante los meses que lleva
impartiéndose el tiempo. Según los testimonios de no pocos
docentes de la asignatura, la experiencia está siendo muy
positiva y facilita la convivencia dentro de la comunidad
educativa.
¿En qué ciudadanía educar? Creo que la ciudadanía en la que
hemos de educar y educarnos desde la escuela y en la
sociedad no puede reducirse a los miembros de una nación,
sino que ha de ser inclusiva de todas las personas, sin
discriminación de género, de etnia, de procedencia
geográfica, de religión, de cultura, de clase social, etc.
Todos y todas somos ciudadanos y ciudadanas. Los
inmigrantes, con papeles o sin papeles, son tan ciudadanos
como los nativos y deben ejercer todos los derechos
inherentes a la persona sin ninguna restricción. Por tanto,
la ciudadanía debe ser: cosmopolita y global, democrática y
respetuosa de la diferencia sin caer en la desigualdad,
responsable y activa, crítica y transformadora,
intercultural e interétnica, debe comprender los diferentes
aspectos del quehacer humano: políticos, sociales,
económicos, culturales, etc. Y debe empezar a construirse
desde el ámbito local.
Ése es, a mi juicio, el horizonte en el que debe moverse la
nueva asignatura, que ya ha empezado a impartirse en algunas
comunidades autónomas. Sin embargo, en España, desde que se
anunciara la elaboración de la ley que regula dicha
asignatura, no han cesado las críticas y el rechazo de
influyentes sectores de la Iglesia católica. Resumiendo,
tres son los argumentos en que dicen apoyar su rechazo. El
primero, que el Estado se arroga un derecho que sólo a los
padres corresponde: la educación de la conciencia moral de
sus hijos. El segundo, que la asignatura va a convertirse en
una herramienta eficacísima del gobierno para el
adoctrinamiento político y para la imposición de su
ideología laicista. El tercero, en boca del cardenal Rouco
Varela, que supone “una devaluación inevitable, cultural y
pedagógica de la clase de religión y moral católica, a la
que implícitamente se le está negando la capacidad para
formar a la persona no sólo en la ética social –lo que ya
sería muy grave- sino, además, en la moral personal”.
En un acto, a mi juicio, de irresponsabilidad
cívico-democrática y de desprecio absoluto por las leyes, el
arzobispo de Toledo cardenal Antonio Cañizares ha ido
todavía más lejos en las valoraciones hasta atreverse a
decir que “colaborar con la implantación de la nueva
asignatura es colaborar con el mal”. Por eso ha defendido la
obligación moral de los padres católicos de oponerse a la
nueva asignatura a través de la objeción de conciencia, lo
que implica un boicot en toda regla. Posición extremista de
la que se ha distanciado el cardenal Carlos Amigo, arzobispo
de Sevilla, quien cree que los padres son libres de decidir
lo que deban hacer. En este maratón de descalificaciones,
algunos sectores católicos han llegado a comparar la
Educación para la Ciudadanía con la Formación del Espíritu
Nacional del franquismo. Identificar la educación en los
valores democráticos con la educación en los valores
antidemocráticos y dictatoriales me parece una burda
manipulación.
Tras el rechazo a la asignatura, hay dos estrategias en
marcha dentro de la Iglesia católica, a mi juicio
perfectamente armonizadas desde la jerarquía eclesiástica,
las dos tendentes a dificultar su puesta en práctica, a
limitar su importancia en el currículo escolar y a
desnaturalizar el espíritu que la anima: una, el boicot,
defendido por la CONCAPA y numerosos obispos; otra, impartir
la asignatura, adaptada al ideario de los centros católicos,
y por el presidente de la Conferencia Episcopal Española, si
bien éste ha expresado su desacuerdo con la asignatura y
deja en manos de los padres las decisiones a adoptar.
El Ministerio de Educación ha recibido con alivio la actitud
de la patronal de los colegios católicos, la considera un
gesto de distensión en las tensas relaciones entre la
Iglesia Católica y el gobierno socialista, y presenta como
éxito propio el haber conseguido integrar a un sector
importante de la escuela católica en la nueva asignatura y
el haber frenado el golpe de la objeción de conciencia. Yo
creo, sin embargo, que no estamos ante un éxito
gubernamental, ni hay razones para el alivio ministerial ni
el gesto de la FERE implica distensión alguna. Todo lo
contrario. Lo que ha sucedido es que, en la confrontación
entre los dirigentes eclesiásticos y el gobierno, de nuevo
han vuelto a ganar la partida los primeros.
¿Por qué? Muy sencillo. Para evitar una “sublevación” de la
jerarquía católica y de influyentes sectores de la patronal
de la enseñanza, la asignatura ha sufrido tal cúmulo de
modificaciones que la hacen poco menos que irreconocible.
Como resultado de las negociaciones con la Conferencia
Episcopal y con otras instituciones católicas, se hicieron
importantes recortes en aquellos contenidos que pudieran
entrar en fricción con la doctrina moral católica. Por
ejemplo, el estudio de los distintos modelos de familia,
incluido el matrimonio homosexual. Las sucesivas concesiones
iban desnaturalizando un proyecto que nació con una
orientación claramente laica y que corre el peligro de
confesionalizarse.
Pero la mayor desnaturalización se ha producido al conceder
a los colegios la libertad de adaptar los contenidos de la
asignatura al ideario de centros. De esta manera, la
constitución española y las leyes democráticas se supeditan
a una ideología que puede ser contraria a las mismas y que
puede llevar a su deslegitimación e incumplimiento. Por
ejemplo, la ley de divorcio será considerada por los centros
con ideario católico contraria al orden divino y a la ley
natural y explicada como un atentado contra la familia; la
ley de interrupción voluntaria del embarazo puede ser
interpretada como una incitación al crimen, más aún, al
asesinato de los inocentes; los matrimonios homosexuales
serán explicados como uniones inmorales e ilegales. ¡De
nuevo la Constitución y las leyes democráticas sometidas a
la religión! Los responsables de los colegios católicos ya
han anunciado que pondrán como referentes morales las vidas
de los santos. A eso cabe añadir la reducción de horas de la
asignatura: en algunas comunidades, una hora por semana.
Con la actual modalidad de la Educación para la Ciudadanía
los colegios religiosos tienen no ya una, sino dos
plataformas de indoctrinamiento y de reproducción
ideológica: la asignatura de Religión confesional, que
escapa al control de las instituciones académicas porque sus
libros de texto y son profesores son competencia de los
obispos, y la de Educación para la Ciudadanía, que puede
utilizarse para transmitir creencias religiosas más que
valores cívicos. El gobierno se ha metido un gol en propia
puerta.
En el pulso de la Iglesia católica con el gobierno ha vuelto
a ganar la Iglesia, y por cuarta vez durante esta
legislatura. Primero fue la negativa a denunciar los
Acuerdos con la Santa Sede, muy beneficiosos para la Iglesia
católica. Después, Ley Orgánica de Educación, que considera
la religión confesional como materia evaluable y contempla
una alternativa. Posteriormente, la subido del tipo del 0,52
al 0,7 % en la declaración de la renta a favor de la Iglesia
católica, con exclusión de las otras iglesias y religiones.
Y ahora, la desnaturalización y, en cierta medida, la
confesionalización de la Educación para la Ciudadanía.
Tres observaciones finales para el desarrollo armónico de la
asignatura. Primero, es necesario recuperar el carácter
laico de la asignatura y no confundirla con la religión.
Segundo, la educación para la ciudadanía no empieza y
termina en el ámbito escolar, debe continuar en la sociedad,
donde hay que crear espacios para la misma. Tercero, para el
logro de los objetivos que se propone la asignatura se
necesita la complicidad de la sociedad: los medios de
comunicación, la sociedad civil, los partidos políticos, los
sindicatos, las asociaciones de padres y madres de alumnos y
alumnas.
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