Yo no sé si Luz Elena Sanín,
Francisco Antonio González y Nicolás Fernández
Cucurull han leído Identidades asesinas o la Fuerza de
los pocos; pero si acaso no lo han hecho sería conveniente
que se empapasen del contenido de ambos libros. Con el único
fin de que pudieran expresarse mejor, y con más
conocimientos, acerca del problema que existe en un mundo
donde el hombre siente necesidad de diferenciarse para
identificarse. Y son precisamente diferencias culturales las
que lo definen.
Me entretengo, antes de seguir esta columna, en leer lo que
decía Ortega y Gasset, en 1954, en relación con la
aproximación de los pueblos. “No hay duda de que la
facilidad extrema a que se está llegando en los medios de
comunicación es un hecho glorioso que debemos agradecer a la
técnica. Pero uno se pregunta qué efectos producirá en el
tiempo esta casi súbita aproximación espacial de los
pueblos. No conviene hacerse ilusiones. Muchos esperan que
el tráfico mundial, al reducir el tamaño del planeta,
acerque íntimamente a los hombres, les haga comprenderse
mejor. Yo creo que, por lo pronto, ha producido el efecto
contrario. Nunca han sentido los pueblos menos simpatías los
unos por los otros”. Y, como siempre, las palabras del
filósofo sirvieron para adelantar acontecimientos que se
vienen sucediendo.
También Marx acertó en una parte de su vaticinio
sobre la globalización, pero desde luego no sobre la
homogeneización. Porque hoy, la producción no es la que
marca ya la diferencia cultural. Sino todo lo contrario: “La
globalización ha reforzado la necesidad identitaria de los
grupos, la necesidad de diferenciarse, de pertenecer y de
ser reconocidos”.
Entre todas las explicaciones que vengo leyendo en cuanto al
yihab, o pañuelo islámico, al margen de sus orígenes, me
quedo con la declaración hecha por una tal Farina
Khan, residente en Estados Unidos: “Me permite
identificarme y ser reconocida como musulmana”.
Y es que la gente necesita más que nunca la sensación de
comunidad, de pertenencia, de identidad; los nacionalismos,
los etnicismos, los religiosismos… son parte de este
fenómeno. No es la primera vez que les oigo decir a
españoles musulmanes que les preocupa el que sus hijos se
olviden de su identidad. También los cristianos luchamos
denodadamente porque nuestras tradiciones y costumbres sean
mantenidas para que jamás se pierda nuestro acervo cultural.
El problema es que la pérdida de las ideologías no sólo ha
influido en el despertar de las religiones, sino también en
su radicalización. Y, desde luego, está más que claro que la
multiculturalidad es un sueño imposible. Y que en un mundo
con tendencia al mestizaje lo que prima es conllevarnos.
Llevar con paciencia, o tratando de atenuarlos, los
inconvenientes o molestias del alguien o algo.
En este aspecto, Ceuta es un ejemplo. Aquí la heterogeneidad
cultural no provoca tensión, violencia e inseguridad. Debido
a que se gestiona debidamente esa diversidad. De modo que
sería preferible que los políticos se dejasen de
experimentos: porque la violencia de hecho, deriva, a
menudo, de la pretensión de superar tesis y antítesis e
imponer una síntesis forzada. Que una niña vaya al colegio
con pañuelo no debe ser motivo de discordia. Los
parlamentarios, insisto, deberían leer más sobre
identidades.
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