Pasé el domingo liadillo por la
ciudad que Anteo, el hijo de Neptuno, dedicó a su mujer
Tingis, base comercial fenicia de importancia y que tras la
caída de su heredera Cartago, en el 146 a.d.EC fue durante
casi un siglo capital beréber independiente, hasta ser
elegida más tarde como capital de la nueva provincia romana,
la Mauritania Tingitana. Si atrás el valle de Tetuán
amanecía envuelto en las brumas y el levante, Tánger por el
contrario nos recibía sosegado y luminoso, invitando al
visitante a pasear por sus calles y avenidas, tomando un té
con “shiba” o hierbabuena e, incluso, “tapear” con unas
cervecitas o un buen vino en el restaurante “Rubis”, sito en
la calle peatonal abierta frente al hotel “Rembrandt”.
Después de saludar a la secretaría de organización del PJD
(Partido de la Justicia y el Desarrollo, reunido en una
sesión técnica en el liceo técnico “Mulay Yusef”) y de
intercambiar unas palabras y un efusivo abrazo con su mejor
activo, el doctor Sâad El Othmani, aproveché un asueto para
darme una escapada antes de la comida, tomando el aire y
pateando por una ciudad inusualmente tranquila. A poco
distancia, en el moderno centro y cerca de las sedes de la
“Wilaya” y la “Sureté” levanta su inhiesta torre, parecida a
un alminar, la elegante iglesia de “Nôtre-Dame de
l´Assomption”, icono referencial de la comunidad católica
francesa en Tánger y construída, según creo, en 1949. Tras
acercarme al templo con la intención de sentarme un rato en
su umbría (vieja costumbre desde los tiempos universitarios
y sobre la que algunas catedrales son testigos mudos de
algunas lecturas), me encontré el mismo abierto y en plena
celebración del ritual de la misa. Ni corto ni perezoso
dirigí mis pasos hacia el interior donde permanecí,
respetuoso, hasta el final. El templo, de una sencilla y
elegante belleza, vibraba con la cálida música africana
entonada por un conjunto formado por parte de la comunidad
negra presente, coreado en ocasiones por la otra mitad de
los asistentes, franceses de todas las edades e incluso
algunas jóvenes parejas con sus hijos: “¡Ibo nazalamba bana
ta a yamba e Yamba mpassi, yamba o sombo!”. El oficiante,
que me resultó rápidamente conocido, pareció unirse en una
emotiva canción final con todos los fieles: “Toi notre Dame,
nous te chantons! Toi notre Mère nous te prions!. Toi qui
portes la vie, Toi qui portes la joie, Toi que touches
l´esprit, toi que touches la croix! Toi qui donnes l´espoir,
toi qui gardes la foi. Toi qui passes la mort, toi debout
dans la joie!” Tras concluir saludé al oficiante, el
franciscano monseñor Agrelo, natural de Rianxo (La Coruña) y
arzobispo de Tánger desde hace unos seis meses. Tras
recibirme amable y un tanto sorprendido, respondió con una
amplia y franca sonrisa a mi confesión de “católico
administrativo” (por alguna oscura razón hasta el momento no
he apostatado), abiertamente crítico en su agnosticismo
trascendente y al que no le avergüenza vivir aun el
“Padrenuestro” pero al que le sienta como un trago de ricino
el infumable “Credo” de Nicea sin el que no es posible, ni
en lo teológico ni lo institucional, la Iglesia Católica:
“Bueno, ¡Dios se lleva muy bien con vosotros!” (Palabra de
monseñor Agrelo).
La comida con los militantes y cuadros del PJD, como
siempre: sencilla, nutritiva y abundante. Y el té en “Osiris”,
excelente.
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