En estos días hemos asistido a la enésima polémica alentada
por el PSOE en relación con las propuestas del Partido
Popular a la sociedad española, y concretamente sobre la que
hace referencia a un “contrato de integración” para los
inmigrantes que vengan a trabajar y vivir en nuestro país.
Para empezar hay que decir que es lógico que se debata sobre
las propuestas del PP porque son las únicas que hay encima
de la mesa.
El PSOE se dedica a contarnos que los motivos para creer en
su gran líder, Z, son el ser guapo, buenísimo y muy
sonriente. Argumentos sin duda de peso a la hora de decidir
reflexivamente un voto, y muy apropiados para suscitar el
intercambio de opiniones.
La desaforada reacción del PSOE muestra bien a las claras
que el PP ha puesto el dedo en la llaga sobre uno de los más
importantes retos a los que se enfrenta no sólo la sociedad
española, sino toda Europa, a comienzos del siglo XXI: el de
integrar el enorme caudal de personas que, procedentes de
países con leyes, costumbres y valores muy distintos a las
nuestros, acuden a nuestra casa en busca de una vida mejor.
La explicación de la propuesta del PP es bien sencilla:
cuando uno va a casa de alguien, lo que se espera es que
adapte su comportamiento a las reglas que imperen en esa
casa, y no trate de imponer las suyas propias ¿Eso es
racismo, xenofobia, o pura y simple aplicación del sentido
común? Pues de eso se trata: el “contrato de integración” no
es más que una expresión resumida del intento de lograr que
la integración del inmigrante en nuestra sociedad sea real,
y evite la creación de guetos que, a medio o largo plazo,
serán fuente de conflictos.
Para ello, en primer lugar, hay que acordar a nivel europeo
las fórmulas para evitar la inmigración ilegal, pues sólo
una llegada ordenada puede garantizar la capacidad de
acogida sin generar conflictos; y en segundo lugar, hay que
instruir al recién llegado en las reglas de juego de la
sociedad de acogida: tiene que aprender nuestro idioma,
tiene que conocer y comprometerse a respetar los principios
y valores consagrados en nuestra constitución, y debe
aceptar nuestros usos y costumbres; en definitiva,
integrarse es ser parte de nuestro proyecto nacional. Y, por
supuesto, renunciar a las costumbres o prácticas que sean
incompatibles con ese conjunto de valores.
Decir esto alto y claro ¿tiene algo que ver con el rechazo
al extranjero? ¿Para que los “progres” no nos insulten
llamándonos racistas tenemos que admitir su política de
puertas abiertas y regularizaciones masivas? ¿Es obligatorio
aceptar costumbres y prácticas que vulneren los derechos
humanos reconocidos en nuestra Constitución? Dejo al
inteligente lector, que responda por sí mismo a esas
preguntas.
La polémica ha tenido una derivada relativa al uso de
prendas con simbología religiosa en las escuelas, que puede
afectar también a ciudadanos españoles de diversas
confesiones religiosas, no sólo a inmigrantes.
Para centrar este asunto hay que empezar por aclarar que se
está hablando exclusivamente de la posible afección al
principio de igualdad cuando se trate de menores de edad en
el ámbito escolar y el uso de dichas prendas no afecte por
igual a ambos sexos. En el conflicto entre el principio de
igualdad ante la ley, consagrado en el artículo 14 de
nuestra Constitución y el de libertad religiosa y de culto,
recogido en el artículo 16.1, la Constitución da preferencia
al primero, pues lo sitúa por delante de los demás derechos
fundamentales y libertades públicas, y no le establece
ninguna limitación, como si hace con el de libertad
religiosa y de culto al señalar que “… sin más limitación,
en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley”.
Por eso, el PP propone como norma que no haya prendas de
vestir con simbología religiosa en las aulas. Si bien, como
toda norma, puede estar sujeta a excepciones en el caso de
que sean los propios centros escolares los que decidan
admitirlas, atendidas las circunstancias que concurran en
los mismos. En contrapartida, ninguna autoridad
administrativa podría ir contra la decisión libre del
centro, en uno u otro sentido.
Mi opinión personal es que las escuelas públicas no deberían
admitir el uso por los menores de ningún tipo de prendas con
simbología religiosa. Otra cosa son los mayores de edad, que
en un país libre, como afortunadamente es el nuestro, son
los que están legalmente en condiciones de decidir por su
cuenta.
En Ceuta sabemos por experiencia que la convivencia entre
personas de distintos orígenes étnicos y confesiones
religiosas no es fácil ni sencilla, y crea muchas veces
zonas de conflicto que necesitan para su superación grandes
dosis de prudencia y sentido común; en este sentido hemos
recorrido un camino que otros sólo ahora están comenzando,
pero no es menos cierto que la superación de dichas
diferencias debe estar basada en la existencia de unas
leyes, costumbres y valores respetados por todos, que son
los recogidos en nuestra norma básica de convivencia: la
Constitución Española de 1978.
Por cierto, al graciosillo profesional que habita
provisionalmente en la Plaza de los Reyes hasta el próximo
mes de marzo, al candidato que se limita a repetir como un
papagayo lo que digan Rubalcaba o De la Vega, y a la
candidata que califica de “machistas” a los militantes del
Partido Popular y ahora curiosamente calla, les recomiendo
una atenta lectura del artículo 1º de nuestro vigente Código
Civil, que señala que las fuentes de nuestro ordenamiento
jurídico son la ley, la costumbre (sí, la costumbre, ¡qué
atrevida es la ignorancia!) y los principios generales del
derecho.
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