Como decía el otro en un
dialéctico pase de muleta “Lo que no puede ser, no puede ser
y además es imposible”. Carecer, como todos los mortales,
del divino don de la ubicuidad fue razón de peso más que
suficiente para dejar aparcadas y en compás de espera hasta
junio las tendencias historiográficas de la actualidad si
bien, en revancha, el amable y paciente lector tendrá que
tragarse estas líneas. Procuraré que sean poco indigestas
mientras, calentando las manos alrededor de un vaso de té
con “shiba” al abrigo de una “patera” y acariciado por la
brisa marina disfruto como un niño del soberbio espectáculo
del amanecer, rompiendo el alba, al rítmico compás del
rumoroso oleaje en la pedregosa playa de Oued Laou.
Estudiaba estos días un interesante popurrí didáctico
coordinado por el profesor Blas Casado Quintanilla, abordado
bajo coordenadas harto diferentes al de aquél manual clásico
de mis tiempos, “Los métodos de la Historia”, de Ciro F.S.
Cardoso y H. Pérez Brignoli. En su apretada y diacrónica
síntesis (echo de menos a Jenofonte y sobre Ibn Jaldún
escribe, más adelante, José Luís Martín), Casado obvia a mi
entender a la ligera el concepto de Protohistoria
(profusamente utilizado en diferentes escenarios, desde el
de la cultura castreña asturgalaica al del mundo amazigh a
la llegada del Islam), a la vez que asume conscientemente
criterios cronológicos eurocentristas (diría más,
cristianocentristas, basados en la reforma del Calendario
Juliano bajo el pontificado de Gregorio XIII, hacia 1582 y
que hizo las delicias de reputados teólogos como Oscar
Cullmann), validados universalmente, pero que en los
globalizados tiempos que corren deberían matizarse a mi
juicio con prosaicos “antes” y “después” de la Era Común, de
igual resultado pero con diferentes condicionantes
ideológicos. La sociedad judía es ciertamente minoritaria,
pero la “Umma” o comunidad islámica formada casi por ¼ parte
de la humanidad “vive” en el 1429, por no hablar de los
hindúes o los chinos… Una opinión para el respetable:
carpetazo al “providencialismo” y recuperación de la
historia común profana en una dialogante mano tendida, pues
en caso contrario seguiremos dependiendo unos y otros,
tirios y troyanos, de la Fé. Hace unos años y en una
orgiástica gayola mental Fukuyama especulaba con “El fin de
la Historia” mientras, bajo parámetros más empíricos, un
intuitivo Huntington alertaba sobre “El choque de
Civilizaciones”. Poco antes de partir hacia el infinito, en
1830, el criollo venezolano y padre de las Américas, Simón
Bolívar, sentenciaba que “El arte de vencer se aprende con
la derrota”, más hay un fracaso pelón, insoslayable y sin
vuelta de hoja que sirve de epílogo al especulativo ensayo
de Fukuyama ya rimado, con talento y sentimiento, por Jorge
Manrique. Solo hay un fin de la historia y es, amigos, el
día que pongamos el pie en el estribo y ligeros, ¡muy
ligeros!, de equipaje, emprendamos cada uno el gran viaje
sin retorno poniendo punto final, de forma personal e
intransferible y radicalmente inapelable, a ese ineludible
destino como especie sobre el que filosofaba Heidegger.
Suelen presumir los progenitores de fecundar la vida pero en
ese misterio insondable y contingente va implícito, como en
la letra pequeña de las cabronas hipotecas, la semilla de
nuestro devenir, concluyendo la parca con la ruina de
nuestra pequeña y vana historia en el polvo del camino tras
un cansino vagar. Tan callando.
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