A Francisco Umbral
le dio un día por ser impertinente con Mariano Rajoy.
Lo sé porque el propio escritor lo contó cuando, tal vez
arrepentido de haberle perdido el respeto en una
conversación, sin venir a cuento, decidió ayudar en todo lo
posible al político popular. O sea, que no tuvo el menor
inconveniente en dedicarle su columna, “Los Placeres y los
Días”, en bastantes ocasiones.
Como lector diario que fui de Umbral, durante muchos años,
pensaba que a su desconsideración con MR no le correspondía
una penitencia como la que se había impuesto el célebre
columnista. Me sorprendía que un personaje que administraba
los halagos y los homenajes, a no ser que enfrente tuviera a
uno de sus pocos y reconocidos monstruos admirables, caso de
Fernando Fernán Gómez, insistiera en decirnos que MR
era un señor con flema inglesa y porte de político inglés. Y
a partir de ahí lo colmase de ditirambos. Me parecía
exagerado.
Porque hasta entonces, es decir, hasta que al mejor
columnista de España no le dio por poner su pluma al
servicio de MR, muchos teníamos la impresión de que éste era
sólo un gallego amable, de buen saque en la mesa, poco amigo
de las confrontaciones y con un punto perezoso. Yo me lo
figuraba a veces, en vista de su declarada afición al
ciclismo, dando cabezadas en el sofá frente al televisor,
durante esas etapas tan largas como llanas y soporíferas de
la vuelta a Francia, tras haber comido y bebido
copiosamente.
Pero hete aquí que cuando el febrero del 2205 alboreaba,
llegó a Madrid Juan José Ibarretxe engallado y
dispuesto a imponer sus ideas y amenazando con romper las
reglas del juego si se le decía que no a su plan. Recuerdo
aún cómo el lehendakari se emplazó en el centro del
hemiciclo y olvidó que una nación es un cuerpo de asociados
que viven bajo una ley común y están representados por la
misma legislatura.
Rebelde, y con aire de perdonavidas insoportable, Ibarretxe
era la viva imagen del vasco que está convencido de que
pertenece a una raza especial y cuya lengua es milenaria. Y
que, por tales razones, su pueblo no estaba dispuesto a
pertenecer al Estado español. Ese día, sin embargo, surgió
el Rajoy extraordinario. El parlamentario sensacional. El
político que había sido apadrinado por Umbral. Y a mí, la
verdad sea dicha, su discurso brillante, con voz vibrante y
demoledora, me causó una impresión extraordinaria.
De esa intervención suya en el Parlamento, tengo escrito que
Mariano Rajoy acorraló al lehendakari y consiguió que el
rostro de éste se fuera alechuzando cada vez más. En rigor,
creo que nunca antes había estado tan cumbre el hombre que
fue nombrado a dedo por Aznar como su sucesor. Ni
antes ni después. Ya que a partir de ese momento
esplendoroso, tan celebrado por propios y extraños, fue
convirtiéndose en una sombra de sí mismo. En una persona
abúlica, triste, apocada... Y, sobre todo, dando la
impresión de que estaba sometida a las directrices de
quienes son tachados de políticos misoneístas. Hostiles al
progreso en todos los sentidos.
Ni que decir tiene, por tanto, que Ángel Acebes,
Eduardo Zaplana y La Cope no le han ayudado lo más
mínimo. Y mucho menos le están ayudando ahora las
declaraciones de los obispos. Mariano Rajoy ha pasado por
Ceuta sin causar la expectación esperada y deseada por los
suyos. Sobre todo si nos atenemos a lo que han dicho de él:
que ha venido a su casa.
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