Después de la polvareda que han
levantado los obispos españoles estimulando el ejercicio
responsable del voto, cuestión que la verdad no entiendo,
porque además pienso que tienen la obligación y el firme
derecho, como pastores de su credo, de orientar a sus fieles
en el discernimiento moral cuando han de tomarse decisiones
importantes, como la de elegir a nuestros representantes en
tareas de gobierno y de potestad legislativa, tengo noticia
de un congreso que la Santa Sede organiza sobre la mujer,
conmemorando así los veinte años de la carta apostólica
“Mulieris dignitatem” de Juan Pablo II.
Confieso que a mi la nota de la Comisión Permanente de la
Conferencia Episcopal Española ante las elecciones generales
de 2008, quizás por no ser sorpresiva, tampoco me estimula
comentario alguno, puesto que en otras ocasiones semejantes
ya lo han hecho, gobernase quién gobernase, y como digo
están en su licitud de instruir pastoralmente a los
parroquianos y a quienes decidan escucharles, que a juzgar
por el tembleque político deben ser muchos; sin embargo a mi
me parece mucho más interesante la noticia de que el
Vaticano active un congreso para hablar del papel de la
mujer, en un momento plagado de contrariedades y cuando
todavía hay muchas fuerzas contrarias a su auténtica
promoción.
Partamos de un hecho tan histórico como real. Detrás de las
conquistas del hombre por la paz y el bien, por las
libertades y la justicia, siempre coexiste la acción
perseverante de una mujer, aunque sea desde la retaguardia o
desde donde le hayan dejado hacer. Parece que ha llegado la
hora en que la mujer se planta y pide su sitio, el que por
otra parte le corresponde por dignidad y vocación. Reconocer
su valor y valía de complementariedad con el hombre, sin que
para ello la mujer deba constituirse en antagonista del
hombre, cae por su propio peso. Sin embargo, esto que parece
estar claro en una sociedad avanzada democráticamente, no es
así en la vida real, puesto que siguen creciendo el número
de víctimas por la violencia de género. La supremacía de uno
u otro sexo, pienso que todavía es la gran asignatura
pendiente en el mundo, el gran fracaso social de una
humanidad que no ha sabido encajar los avances sociales ni
proteger a los más indefensos. A veces todo queda en el
espíritu de la ley, no en el espíritu humano.
Ante la falsa idea de que la liberación de la mujer exige
una crítica a la misma Iglesia, alegando concepciones
patriarcales alimentadas por una cultura esencialmente
machista, creo que hace bien el Vaticano en volver a dar luz
donde haya sombras o se atisbe alguna duda, hablando
profundo y claro sobre aquello por lo que ha apostado y
escrito en su milenaria historia, la activa colaboración que
ha de darse entre los géneros, desde el reconocimiento a la
diferencia misma, lo que no es óbice para restar derechos y
deberes a ambos. Aunque la misma maternidad es un elemento
clave de la identidad femenina, y que por ende han de
proteger todas las legislaciones, tampoco pienso que
autoriza a nadie, y menos a poder político o religioso
alguno, a considerar a la mujer exclusivamente bajo el
aspecto de la procreación biológica. Hay otras formas de
realización que también deben ser protegidas y no lo están.
La Iglesia, precisamente, ha sido pionera en luchar porque
las mujeres puedan combinar trabajo con familia. Conviene
recordarlo. Hace tiempo que planteó a los poderes públicos
armonizasen la legislación y la organización del trabajo,
como derecho y deber, con las exigencias de la misión de la
mujer dentro de la familia. Aún al día de hoy, falta por
parte de los poderes públicos y por la sociedad misma, un
justo reconocimiento y una equitativa valoración del trabajo
desarrollado por la mujer en la familia. Es otra de las
asignaturas pendientes. Aquellas mujeres que libremente lo
deseen, por qué no pueden dedicar la totalidad de su tiempo
al trabajo doméstico, sin ser penalizadas económicamente o
bautizadas con el despectivo sobrenombre de marías. Como ha
escrito Juan Pablo II, “será un honor para la sociedad hacer
posible a la madre -sin obstaculizar su libertad, sin
discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en
inferioridad ante sus compañeras- dedicarse al cuidado y a
la educación de los hijos, según las necesidades
diferenciadas de la edad”.
No es bueno para nada ni para nadie que la relación
hombre-mujer, (o mujer-hombre), se convierta en una especie
de guerra permanente, de contraposición desconfiada y a la
defensiva. La historia nos dice que la contribución de la
mujer al bienestar y al progreso de la sociedad es
incalculable; hoy su activa presencia hay que hacerla valer,
quizás más que nunca, si queremos salvar a la sociedad del
antiestético virus del interés, de la degradación moral y de
la violencia sin precedentes, sobre todo por parte del
hombre. Congresos como el del Vaticano, y otros que pudieran
darse en otros ambientes no eclesiales, son más que
necesarios para reencontrarnos en esa complementariedad de
géneros, en la que nadie sobra y en la que todos somos
necesarios. Sin ir más lejos, está visto que toda
sensibilización social en materia de igualdad es poca, tanto
en términos generales como en relación con los agentes
implicados en la puesta en marcha de los procesos, a pesar
de que ha mejorado considerablemente en los últimos años,
continúa siendo deficiente según diversos indicadores
sociales. Una cosa es predicar y otra muy distinta dar
trigo.
Frente a los desafíos de nuestro tiempo, donde el egoísmo
campea a sus anchas y el desamor se sirve en bandeja a
diario, tan avaro de ternura y tan lleno de violencias,
pienso que es más urgente que nunca la genialidad femenina
para poner en estética el corazón del hombre. Ya Machado, en
su tiempo, lo refrendó: “Dicen que el hombre no es hombre
mientras no oye su nombre de labios de una mujer”. En la
misma línea, Rubén Dario, nos legó otra clarividencia suya:
“Sin la mujer, la vida es pura prosa”. Seguiríamos con citas
y más citas, puestas en boca de los hombres. Ellas, al fin y
al cabo, para bien o para mal, son las únicas que pueden
hacernos cambiar y hacer cambiar el rumbo del mundo.
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