De un tiempo a esta parte, se nos
sirve en bandeja el desplome como plato fuerte y los nervios
los tengo a flor de piel. A poco que lo rechaces te
dispensan otro más gigantesco, por si no te habías enterado.
Total que la indigestión está servida. Lo cierto es que la
realidad parece caerse sin vida en las vivas horas del
tiempo. La atmósfera que se nos mete por los ojos es tan
monstruosa que uno, más de una vez, ha pensado mudarse de
mundo; porque, coincidirá conmigo, que son muchos los
espantos que nos rodean. O al menos, que nos anuncian. En
cualquier caso, no es ración de buen gusto caminar hacia al
ocaso, degustar la desgarradora interrogación de hacia dónde
vamos, y después de haber entregado el serrano cuerpo a los
labios de los días, verse únicamente acompañado por soledad.
Uno ya no sabe si vive en el borde del vivir o la vida,
definitivamente, se la ha robado el infierno de los
poderosos.
Pasemos lista al desplome. Se desploman valores humanos y
también las bolsas de las finanzas. Para aumentar la
tempestad del dolor, crecen otras bolsas, las de la
marginalidad. La persona ha dejado de ser protagonista. Que
la referencia última de toda intervención económica sea el
bien común y la satisfacción de las legítimas expectativas
de todo ser humano, es una canción olvidada. Hace tiempo que
la vida humana ha dejado de ser principio y fin de la
economía. Por si este calvario es poco, alzas los ojos y te
ciega la contaminación. Es como habitar viviendo, a golpe de
segundos, la danza de la muerte. Ahora, la Unión Europea,
vuelve a retomar la tonada del aire popular: “el uso de la
energía renovable en cada país y establecerán objetivos que
vincularán jurídicamente a los gobiernos. Se incentivará a
los principales responsables de las emisiones de CO2 para
que desarrollen tecnologías de producción no contaminantes”.
Ya veremos, ya veremos si las palabras no se las lleva el
viento.
Descubierto que el desmoronamiento de principios éticos
desquicia al ser humano, a la sociedad entera, habría que
hacer algo por levantarlos. Que convivamos entre el desorden
mundial, debe conducirnos a preguntarnos sobre qué tipo de
orden puede reemplazar este desbarajuste. El orden es lo que
da sosiego. Y en vista de lo visto, de que el planeta,
incluso en su desorden, se está globalizando, bajo qué
estéticas hay que convivir. Imagino nuevas formas de orden
internacional que estuviesen de acuerdo con la dignidad
humana. También sueño con nuevos fondos de orden
humanístico, despuntando poesía en el pecho de la vida. La
esperanza es lo último que se pierde. Un mundo enfermado por
el desplome, antes que un político, necesita de un trovador
que le haga tomar conciencia de los deberes humanos. Si por
daños colaterales cae enfermo, tampoco le aconsejo acuda a
las urgencias hospitalarias. Es más fácil encontrar una
aguja en un pajar que no encontrarlas colapsadas. El
desespero de la espera es otra ruina más. Entre caída y
caída, el hundimiento de los servicios de salud tampoco iba
a estar ausente.
Mi consejo, (consejo para mi también), en el caso de que la
desesperanza le robe la siesta, es que vuelva a llamar a un
cantor de verdades a su almohada. Sólo él puede hacerle caer
en la cuenta de que todo ciudadano, al contacto con el amor
de amar amor, se vuelve poeta. Precisamente de eso, de
lúcidos manjares poéticos anda escaso el mundo. O lo que es
lo mismo, de afecto poético para donarse a la autenticidad
y, asimismo, de humanitario efecto para beber en cada aurora
un verso de esperanza.
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