Andalucía estaba hoy espléndida.
Si a las diez de la mañana una bruma distorsionaba, desde el
mirador sobre Tarifa, la silueta de la costa africana (el
“yebel Musa” pugnaba por descollar en el horizonte), con el
correr del día el Sol iba imponiéndose, bañando los campos
con luz y alegría. Vejer de la Frontera lucía, limpia y
blanca, airosamente encaramada en lo alto, Jerez quedaba a
un lado, Cabezas de San Juan (donde reivindicó “La Pepa” el
general Riego, asturiano de Tuña) pardeaba en la llanura y
al final, Sevilla, nos abría junto al Río Grande sus
monumentales tesoros. Nostalgia en la mirada y emoción en el
semblante; preguntas sin respuesta entreabriendo las puertas
del correr de la historia. Referencias inevitables a la
Kotubia de Marrakech y la Torre Hassán de Rabat bajo la
esbelta torre almohade (rematada tras la reconquista de
Fernando III) señoreando la vieja ciudad de Híspalis,
mientras la copia del asexuado Giraldillo (¿hombre, mujer,
hermafrodita…?) con su redondeado y erótico vientre nos
contemplaba, indiferente, desde las alturas. Kilómetros,
interminables, de verdes olivos; El Arahal, de sonoro
nombre; Archidona con su plaza o la belleza, pétrea, del
torcal de Antequera. Loja, apiñada bajo la montaña, el
católico pueblo de Santa Fé con sus arboledas cultivadas y,
bajo el níveo manto de la Sierra, Granada la soñada, la de
la eterna memoria, por la que aun suspira y gime un pueblo
espiritual que sigue sin resignarse, con la psique
traumatizada, a la trascendencia de su pérdida. Solo hay que
viajar, convivir, compartir el día a día con musulmanes de
cualquier signo, raza o país para intuir, en los pliegues
insondables de su alma, esa nostalgia por Al Andalus y la
joya de la corona, la exuberante Granada, coronada con la
elegante belleza de la idealizada Alhambra nazarí.
El tiempo late a otro ritmo y si nosotros, desde Occidente,
asumimos nuestro pasado viviéndolo en el presente y
proyectándolo hacia el futuro, nuestro alter ego, el Islam,
ensueña el porvenir y llora el momento, buscando su
referente axiológico del que se nutre y fortalece en un
pasado luminoso donde saca fuerzas y hacia el que tiende un
puente para, cruzándolo, darle la vuelta al ahora
conformando un mañana vestido de verde y blanco. Blanco el
color del Profeta, verde el color del Islam… que se
muestran, subliminalmente, en la bandera andaluza. ¿Pura
casualidad?.
“¿Vale más un hebreo que un musulmán…?”; “¿por qué si el Rey
de España, en la Jerusalén milenaria, levantó el infame
Decreto de Expulsión de los Judíos rubricado bajo los Reyes
Católicos en 1492, no hace lo mismo con la comunidad
andalusí, con el pueblo morisco, expulsado en diferentes
oleadas de la patria de sus ancestros…?”. Inútiles son,
amigo lector, cualquier género de alegaciones: el corazón
tiene sus razones que, sin duda, la razón no entiende. Si en
aquellos tiempos la Sublime Puerta, con la conquista a
sangre y fuego de Constantinopla (desde entonces Estambul) y
sus dos intentos, tras vencer en Kosovo y arrasar los
Balcanes, por debelar Viena no favorecieron, precisamente,
la causa morisca, hoy los vientos del terrorismo islamista y
la amenazante reivindicación yihadista de Al Andalus por “Al
Qaïda” inviabilizan, poniendo en peligro, un fraternal
reencuentro.
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