Marco Tulio Cicerón, considerado
uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en
latín de la Roma antigua, así como el mayor y más influyente
de los oradores romanos y un hombre de letras en su
integridad, dijo en su tiempo que “la ley suprema es el bien
del pueblo”. Yo también lo pienso así. Creo que hay que
legislar para la convivencia más allá de las diferencias
étnicas y, en este sentido, considero la supremacía del
derecho natural como la llave ideal para abrir la multitud
de cerrojos ubicados en las diversas fronteras y frentes que
los humanos hemos alzado, unas veces por despecho y otras
por odio. En todo caso, refrendo que no se puede legislar
contra natura. Una concepción auténtica del derecho natural,
entendido como tutela de la eminente e inalienable dignidad
de todo ser humano, deben saber los legisladores que es
garantía de igualdad y da contenido verdadero a los derechos
humanos.
Puesto a observar el cauce de actividad legislativa actual
de los distintos gobiernos autonómicos y estatal, hay dos
cuestiones que uno percibe a poco que reflexione y mire: en
primer lugar, lo mucho legislado y la falta de sintonía y de
una misma dirección entre órganos legislativos/ ejecutivos,
llegando incluso en ocasiones a generar un clima de división
con el mismo pueblo; por otro lado, no pocas veces se
legisla más por el interés político (pensando en los
votantes), que por asistencia y amparo a esa ciudadanía
globalizada. Esa es la sensación que yo tengo. Por lo
pronto, ahí están una multitud de leyes innecesarias,
inútiles, metidas con calzador, sin apenas consenso alguno,
debilitando a las necesarias, junto a otras que crispan más
que solucionan. Dictar normas “partidistas”, por el gobierno
de turno, está a la orden del día, muchos antes que gobernar
para todos consensuadamente. Ahí está el mérito, gobernar
con la aprobación y el pacto del mayor número de
pluralidades políticas. Hay derechos como el de la
educación, sanidad, terrorismo, migración, medio ambiente…;
que hace tiempo lo vienen exigiendo por razones obvias.
La ley partidista, como la disconformidad permanente entre
partidos que deben entenderse, es un mal para el pueblo.
Precisamente, en los últimos tiempos se ha agravado la falta
de acuerdo y no ha sido posible llevar a buen término leyes
que son una necesidad. Pero si de divergencias se trata, la
legislatura de Zapatero ha levantado nuevos frentes que
parecían olvidados como ha sido el revisionismo histórico o
la ley de memoria histórica que ha enfrentado a gobierno y
oposición, unos por considerar que de esta forma se hacía
justicia a los perdedores de la guerra civil y otros por
entender que se traicionaba el espíritu de la transición
democrática. Lo cierto es que la fricción ha existido. De
igual modo, se han dictado leyes consideradas en su mayoría
por el pueblo católico (mayoría en España) como una
embestida a los principios morales tradicionales. Así, la
aprobación de la ley del matrimonio homosexual, la nueva
asignatura de “Educación para la Ciudadanía”, la ley de
Reproducción asistida o la agilización de los trámites del
divorcio, la falta de una verdadera protección normativa a
la familia y a la infancia (no migajas), son ejemplos
actuales de normas que agrian convivencias llegando a
fragmentar al pueblo.
La solución ahora no debe pasar por derogar sin más lo
realizado por este gobierno, el de Zapatero, en el
hipotético caso de que la oposición gobernase en los
próximos años. Sería otro mal. El ojo por ojo y diente por
diente nunca será la remedio. Lo democráticamente saludable
para que la indisoluble unidad de la Nación salga reforzada,
pasa por crear una atmósfera de solidaridad e integración de
todo el arco parlamentario, para llegar al mayor consenso
posible en cuanto a decisiones legislativas, sobre todo en
aquellas leyes relacionadas con el ejercicio de los derechos
humanos, cultura y tradiciones, lenguas e instituciones.
Legislar por legislar de nada sirve. Una norma bien
defendida, o sea bien consensuada, será una norma justa o
sea bien servida. La ley humana en efecto, si es ecuánime,
no está nunca contra, sino al servicio de la libertad. Esto
lo había intuido ya el sabio pagano, cuando sentenciaba:
“Legum servi sumus, ut liberi esse possimus”- “Somos siervos
de la ley, para poder ser libres” (Cic., De legibus, II,
13).
Para que el bien del pueblo se injerte en la ley, sin duda,
hace falta vivir el compromiso político como un servicio,
libre de ataduras partidistas, lo que exige una ética en el
desarrollo del propio deber y una moralidad a toda prueba en
la gestión. A mi juicio, pienso que es necesario redescubrir
a ese pueblo soberano y hacerle partícipe, implicando en
mayor medida a los ciudadanos, y sobre todo a sus
representantes que tienen el mandato parlamentario, en la
búsqueda de vías oportunas, desde el diálogo permanente y la
mano tendida, para avanzar hacia una realización siempre más
satisfactoria del bien común. De entrada, tenemos una buena
ley de leyes, nacida del consenso, para que el bien del
pueblo jamás se ponga en entredicho. Para empezar todos
estamos sujetos a ella.
El presente es para los legisladores, que han de continuar
por esa línea, promoviendo la integración por la vía de
unidad de todos los ciudadanos y facilitando su
participación en la vida política, económica, cultural y
social. El futuro como siempre será del pueblo.
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