A ocho kilómetros al noroeste de
Cork se encuentra el pueblecito irlandés de Blarney. En lo
alto de la muralla del castillo que allí existe, hay una
piedra triangular –la “piedra Blarney”- con el nombre de su
constructor y la fecha de su edificación. Cuenta la
tradición que el que bese la piedra Blarney poseerá el don
persuasivo de la elocuencia. No es fácil lograrlo porque la
única manera de alcanzar la piedra es colgándose cabeza
abajo, de una forma muy difícil. Por eso cuando alguien
posee un “pico de oro” se dice que ha besado la piedra
Blarney y a los discursos se les llama blarney (labia).
Es una leyenda que ya he contado en otras ocasiones con el
único fin de que fuera leída por los políticos y, de una vez
por todas, se decidieran a cumplir con el requisito que la
tradición dice que es infalible para hablar como mandan los
cánones. Sobre todo los políticos que cuando abren la boca
dan grima y decepcionan por el mal efecto que causa su
oratoria.
Ya en la miscelánea dominical escribo al respecto. Pero no
tengo el menor inconveniente en insistir por lo mal que se
expresan quienes debieran dar ejemplo cuando hablan en
público. Y es así, debido a que esta semana me ha tocado oír
por la radio a personas que cumplen un papel destacado en la
política activa y, sin embargo, yerran de manera alarmante
en cuanto comienzan a expresarse. De tal forma, que a veces
tengo la impresión de que están chamullando otra lengua.
De vivir Lázaro Carreter seguro que tendría material
para escribir ese tercer libro que le hiciera compañía a “El
dardo en la palabra” y a “El nuevo dardo en la palabra”,
ambos extraordinarios y merecedores de ser tenidos por
textos de cabecera entre quienes desean hablar y escribir
correctamente.
Lo peor del caso es que quienes maltratan el lenguaje
piensan todo lo contrario; es decir, están convencidos de
que esa forma de hablar les otorga distinción y les concede
una aire de modernidad cautivador. Lo cual tiene un nombre.
Pero no quiero molestar.
Y es que suena fatal a cualquier hora; pero a prima mañana
es un martirio oír el dequeísmo de un aspirante al Congreso
de los diputados, válgame el ejemplo. Es un horror percibir
ese “de que” mal empleado. Y mucho más soportar vulgaridades
como en base a, de cara a, a nivel de, en sede
parlamentaria, etcétera.
Días atrás, conversando entre conocidos, salió a relucir el
poco interés que despiertan los políticos al hablar. Y en lo
tocante a los políticos de esta tierra se habló de Juan
Vivas y de un ex diputado popular como los más elocuentes.
Cuando me tocó responder a lo que se comentaba, no tuve el
menor inconveniente en mostrar mi acuerdo en que ambos
políticos, con estilos oratorios muy diferentes, son los
mejores en sitio donde, la verdad sea dicha, escasean las
personas que puedan presumir de estar en posesión de un
“pico de oro”. Aunque con relación al presidente de la
Ciudad sería recomendable que construyera sus discursos sin
someterse a la repetición: esa figura retórica que repite,
de intento, una o varias palabras al principio de la frase.
La Repetición y la Conversión, ésta repite vocablos al final
de las cláusulas o frases, valen para salir del paso un día.
Pero usarlas como norma produce un efecto indeseado:
recordarnos que es un recurso arcaico y muy socorrido.
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