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OPINIÓN - DOMINGO, 13 DE ENERO DE 2008

 

OPINIÓN / EL OASIS

La piedra Blarney


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

A ocho kilómetros al noroeste de Cork se encuentra el pueblecito irlandés de Blarney. En lo alto de la muralla del castillo que allí existe, hay una piedra triangular –la “piedra Blarney”- con el nombre de su constructor y la fecha de su edificación. Cuenta la tradición que el que bese la piedra Blarney poseerá el don persuasivo de la elocuencia. No es fácil lograrlo porque la única manera de alcanzar la piedra es colgándose cabeza abajo, de una forma muy difícil. Por eso cuando alguien posee un “pico de oro” se dice que ha besado la piedra Blarney y a los discursos se les llama blarney (labia).

Es una leyenda que ya he contado en otras ocasiones con el único fin de que fuera leída por los políticos y, de una vez por todas, se decidieran a cumplir con el requisito que la tradición dice que es infalible para hablar como mandan los cánones. Sobre todo los políticos que cuando abren la boca dan grima y decepcionan por el mal efecto que causa su oratoria.

Ya en la miscelánea dominical escribo al respecto. Pero no tengo el menor inconveniente en insistir por lo mal que se expresan quienes debieran dar ejemplo cuando hablan en público. Y es así, debido a que esta semana me ha tocado oír por la radio a personas que cumplen un papel destacado en la política activa y, sin embargo, yerran de manera alarmante en cuanto comienzan a expresarse. De tal forma, que a veces tengo la impresión de que están chamullando otra lengua.

De vivir Lázaro Carreter seguro que tendría material para escribir ese tercer libro que le hiciera compañía a “El dardo en la palabra” y a “El nuevo dardo en la palabra”, ambos extraordinarios y merecedores de ser tenidos por textos de cabecera entre quienes desean hablar y escribir correctamente.

Lo peor del caso es que quienes maltratan el lenguaje piensan todo lo contrario; es decir, están convencidos de que esa forma de hablar les otorga distinción y les concede una aire de modernidad cautivador. Lo cual tiene un nombre. Pero no quiero molestar.

Y es que suena fatal a cualquier hora; pero a prima mañana es un martirio oír el dequeísmo de un aspirante al Congreso de los diputados, válgame el ejemplo. Es un horror percibir ese “de que” mal empleado. Y mucho más soportar vulgaridades como en base a, de cara a, a nivel de, en sede parlamentaria, etcétera.

Días atrás, conversando entre conocidos, salió a relucir el poco interés que despiertan los políticos al hablar. Y en lo tocante a los políticos de esta tierra se habló de Juan Vivas y de un ex diputado popular como los más elocuentes.

Cuando me tocó responder a lo que se comentaba, no tuve el menor inconveniente en mostrar mi acuerdo en que ambos políticos, con estilos oratorios muy diferentes, son los mejores en sitio donde, la verdad sea dicha, escasean las personas que puedan presumir de estar en posesión de un “pico de oro”. Aunque con relación al presidente de la Ciudad sería recomendable que construyera sus discursos sin someterse a la repetición: esa figura retórica que repite, de intento, una o varias palabras al principio de la frase.

La Repetición y la Conversión, ésta repite vocablos al final de las cláusulas o frases, valen para salir del paso un día. Pero usarlas como norma produce un efecto indeseado: recordarnos que es un recurso arcaico y muy socorrido.
 

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