Un marroquí ha muerto por las
puñaladas certeras que le ha dado otro indocumentado en la
Avenida Muelle Cañonero Dato. La reyerta fue motivada, al
parecer, porque ambos querían ganarse la atención del
conductor de un vehículo que buscaba aparcamiento. A fin de
obtener la propina habitual en este menester convertido en
una costumbre urbana desde que los españoles pudieron
acceder al “seiscientos”.
Estas riñas suelen producirse cada dos por tres en todas las
ciudades entre aparcacoches por cuenta propia que se
disputan palmo a palmo la propiedad de los sitios elegidos
para sobrevivir. Las trifulcas no terminan siempre, claro
está, con un muerto; pero también lo ha habido en algún
punto de la Península. Y más desde que los inmigrantes sin
currelo, dicen que por carecer de papeles, se disputan entre
ellos los espacios y éstos a su vez se ven perseguidos por
los autóctonos que suelen reclamar sus derechos
incuestionables para hacerse con los mejores sitios.
La muerte del extranjero ha vuelto a reabrir el debate sobre
la seguridad en los alrededores del Puerto. Y mientras que
Pepe Torrado, presidente de la Autoridad Portuaria,
dice que está harto de pedirle al delegado del Gobierno,
Jenaro García- Arreciado, ayuda policial para que
mantenga la correspondiente vigilancia en esos espacios
abiertos donde no puede actuar la Policía Portuaria, la
autoridad gubernativa le responde que Ceuta es una ciudad
tranquila y que lo ocurrido en la avenida Muelle Cañonero
Dato es un hecho aislado. Y sanseacabó.
Lo de los inmigrantes en la zona portuaria, y sobre todo la
presencia de éstos en las escolleras de poniente, es asunto
muy antiguo. Y es así porque ninguna autoridad, ninguna, con
poder para ello, ha querido hacerle frente a un hecho que a
mí me resultaba familiar allá cuando los ochenta estaban
tocando a su fin. Y que a principio de los noventa me fue
posible vivir de cerca por mi trabajo en el “Periódico de
Ceuta”. Ya que la nave, que daba cobijo a las instalaciones,
estaba a pocos metros de esas escolleras donde se reunían
muchísimos indocumentados.
De hecho, los compañeros nos aconsejábamos tomar las debidas
precauciones al transitar por un sitio que a ciertas horas
de la noche infundía el consiguiente respeto. En mi caso,
justo es decirlo, jamás me salió nadie al encuentro. A pesar
de que yo aprovechaba la distancia que había entre el
periódico y mi domicilio, entonces en la calle de Delgado
Serrano, para hacer carrera continua y así combatir las
muchas horas sentado que me pasaba en una redacción donde la
mayor carga de trabajo recaía en dos o tres personas.
Si alguien me preguntara las razones por las que ninguna
autoridad ha sido capaz, desde aquel tiempo, y ya ha
llovido, de poner fin a ese escondite en las escolleras de
poniente, a mí se me ocurriría decirle que a lo mejor es que
ahí se ha venido refugiando una mano de obra barata que
sirvió a los intereses de las empresas que necesitaban y
necesitan personal para la carga y descarga. Y que alrededor
de tal demanda ha ido creciendo el número de indocumentados
en ese lugar. Es cierto que hasta ahora el transitar por la
avenida Muelle Cañonero Dato no fue peligroso. Aunque el
miedo es libre. Y mucho más después de lo ocurrido. Por lo
tanto, cabe la pregunta: ¿Quién le pone el cascabel al gato?
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