Nunca elogies delante de La Saeta
a un guardameta, pensará que eres un “boludo”, dice Raúl
del Pozo en su columna del martes pasado, en El Mundo. Y
es que el extraordinario columnista recibió, en su momento,
una áspera respuesta de Di Stéfano por hablarle de
Casillas como mito.
Di Stéfano jamás ha soportado a los periodistas que tratan
de crear héroes por nada y menos. Los ha tenido siempre por
necios. Y no me sorprende, en absoluto, que Del Pozo no se
atreviera el domingo pasado a preguntarle a don Alfredo por
el espectáculo que se había montado en el Bernabéu,
alrededor del portero madridista. Porque estaba seguro de
que iba a recibir otra contestación tan seca como poco
grata.
Escribe Raúl De Pozo que la leyenda de Casillas empezó
cuando el chico tenía 16 años. Observaba a los elefantes de
Aníbal por los Alpes, cuando llegó el director del
colegio y le dijo: “Coge un taxi y vete a Barajas; jugarás
contra el Rosemborg”. Hace más de dos años, casi tres ya, yo
titulé ese pasaje como el cuento mejor contado del fútbol
mundial.
Casillas, admirado Raúl, sigue siendo un portero de
balonmano, cuya participación en los balones por alto está
sometida a lo que salga. Y su juego con los pies es, a pesar
de haber experimentado una leve mejoría, muy deficiente. Tal
es así, que por su culpa el Madrid suele perder el dominio
de la zona vital del medio terreno, más veces de las
debidas. Y ni te cuento de su pésima técnica del blocaje.
Dada tu experiencia en muchos aspectos de la vida, por la
que conoces perfectamente el ruido de la calle, no me
negarás Raúl que a Casillas se le perdonan todos los fallos
y se hiperbolizan todas sus intervenciones. Porque los
mitos, para serlo, necesitan adjudicaciones de relatos
maravillosos, con el fin de convertirlos en personajes
sobrenaturales. A quienes les está prohibido fallar.
Por consiguiente, en el Madrid llevan ya muchas temporadas
fallando los defensas, los centrocampistas, los delanteros,
los entrenadores, los directivos y hasta los médicos, en las
derrotas; excepto Casillas. En las victorias, sin embargo,
los méritos sólo pertenecen al guardameta y a un futbolista
que pasaba por allí.
Decía Almunia, cancerbero español del Arsenal, que
ojalá a él lo trataran como al portero del Madrid; a quien
le perdonan las cantadas y le destacan las más simples
intervenciones, cual si fueran paradas antológicas. Y, desde
luego, resulta bochornoso ver cómo la prensa propala que es
una injusticia el que Casillas no obtenga el reconocimiento
mundial por su trayectoria. Practicando semejante
chovinismo, amén de hacer el más espantoso de los ridículos,
la prensa española supera con creces el patriotismo
exclusivista y poco reflexivo achacado a los franceses.
Cuando se insistía en que los héroes cotizaban a la baja, y
cuando se daba como buena la sentencia de Bertolt
Brecht: que “desgraciado el pueblo que tiene necesidad
de héroes”, hete aquí que el director de un colegio nos
contó el cuento mejor contado. Y a partir de ahí,
innumerables ciudadanos, de una España tenida por moderna,
no han cesado de dar el cante aldeano, por caer de hinojos
ante un muchacho divinizado. Ahora es cuando a España no la
conoce ni la madre que la parió. Por culpa de tantos “boludos”,
que diría Di Stéfano.
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