Miguel Ángel Moratinos,
diplomático con acreditada fama de trabajador, sabe hilar
fino cuando procede. En su etapa de Oriente Medio llevó a
buen término unas complejas relaciones a varias bandas (la
Unión Europea incluída) con el régimen sirio y, pese a sus
desencuentros con Sharon, supo entablar cierta intimidad con
otros líderes israelíes como Netaniahu. Si a sus habilidades
personales (otra cosa es la política del gobierno al que
pertenece y el principio de obediencia debida) unimos su
último viaje a Rabat, donde fue recibido como caído del
cielo, para hacer entrega de una carta (¿personal, de
Estado?) del presidente Rodríguez Zapatero al rey Mohamed VI,
el resultado parece que no se ha hecho esperar: la ocasión
la pintan calva y Rabat, en un pis pas, habría decidido la
vuelta del embajador de Marruecos a Madrid (de hecho Azziman
ya podría estar volando hacia España) lo que no deja de ser
en sí, objetivamente, una buena noticia para las complejas
relaciones bilaterales entre ambos países a la espera aun,
en pleno siglo XXI, de una vecindad por construir sin
sobresaltos de ningún género.
Si hacemos caso a la edición de ayer sábado del diario
“Almassae” (La Tarde) “Marruecos habría aceptado la vuelta
del embajador sin condiciones”, según anuncia este medio en
su portada a dos columnas, mientras comenta que se desconoce
todo de la carta remitida por el presidente Zapatero al rey
de Marruecos; a juicio de este solvente periódico, de gran
difusión en el vecino país, la diplomacia española sería
consciente de la importancia de las relaciones entre ambos
países, inmersos ambos en una lucha común contra la
emigración clandestina y el terrorismo, si bien la
iniciativa española habría que entenderla, principalmente,
en clave interna. “Almassae” aprovecha en su contraportada
para anunciar, desde el próximo lunes, una serie de
capítulos sobra la vida de uno de nuestros jueces estrella,
el polémico Garzón.
Con la vuelta de Azziman el gobierno marroquí daría por
cerrado, oficialmente, el último desencuentro si bien como
suele decirse (y personalidades de relieve han reconocido a
este columnista) “la procesión va por dentro”; en esta
cultura las ofensas no se van así por las buenas, sin más.
Por lo demás y en jerga diplomática, el desencuentro entre
dos países suele pasar por cuatro escalas: la más elemental
es la protesta, siempre en privado, que puede articularse de
dos formas: a través del embajador radicado en el país
orígen de la ofensa o, al contrario, convocando en el
ministerio de Exteriores del país ofendido al representante
diplomático allí destacado; el siguiente paso, in crescendo,
es la llamada a consultas al embajador , que puede ser desde
simbólica (por días) o indefinida, como era el caso con
Azziman, evidenciando de esta forma ante la comunidad
internacional la discrepancia y el disgusto por la ofensa
(real o presunta) recibida; bastante más grave (y difícil de
recomponer) sería el siguiente escalón, la retirada del
embajador, si bien ello no presupone el cierre de la
legación diplomática pues de ella suele hacerse hace cargo,
interinamente, el número dos de la misma; el último y más
traumático paso es la ruptura de relaciones con el cierre de
la embajada, acto que suele ser contestado recíprocamente
por el otro país.
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