Se dice que el oficio elegido
siendo talludo es el más querido. El que se afronta cada día
con renovadas ilusiones hasta que se deja de funcionar por
necesidades imperativas. Las vocaciones tardías mantienen
siempre intactas las ganas de aprender. La de escribir
periódicos, además de aptitudes, exige una gran apetencia de
conocimientos que obligan a abusar de la ya de por sí
mermada visión. Ya que la lectura, según dicen quienes
saben, no es una habilidad natural, sino aprendida. Y para
todo hay que valer.
Cuando accedí a escribir lo hice asumiendo dos hechos
fundamentales: uno, que dejaba un trabajo donde ganaba
suficiente dinero para ingresar en otro donde daban cuatro
perras que entonces, y perdonen mi arrogancia, eran las que
yo me había venido gastando en cosas prescindibles. No me
extrañó, por tanto, que mis íntimos me dijeran en la cara
que había perdido la chaveta.
El segundo hecho, nada peligroso para el bolsillo, pero sí
necesario para no perder el tino, era ser consciente de que
si antes de los cuarenta no te has consagrado en una
actividad, a escala nacional, difícilmente lo podrás lograr.
Por más que alguien pueda rebatirme lo dicho con que la
actual longevidad de las personas echa abajo esa teoría
convertida en tópico.
Lo cierto es que, como quien no quiere la cosa, estoy a
punto de cumplir una veintena de años tratando de aprender
el oficio de escribir periódicos. Una tarea que ilusiona
tanto como respeto causa cada día opinar de casi todo lo que
se cuece en la vida local. Porque es función complicada
donde las haya. Y aunque con ella se sienta uno vivir
diariamente no es menos verdad que la apuesta es arriesgada
de veras.
Ahora bien, no cabe la menor duda de que el haber vivido con
intensidad la ciudad, durante años, me ha valido para
conocer a muchos de sus personajes y, sobre todo, para
entender cómo se siguen moviendo por estímulos exteriores.
Más o menos por la ley del reflejo condicionado de Pavlov.
De modo que suelo jugar a veces con semejante ventaja. Que
no es poca.
Una ventaja que no reservo para mí. De ningún modo. Pues
muchas veces la he puesto al servicio de los periodistas
venidos de afuera. Sobre todo cuando yo pasaba más tiempo en
la redacción y procuraba ayudarles en la medida de mis
posibilidades. A pesar de estar convencido de que mis
indicaciones caerían en saco roto. Y hasta que los
informados terminarían por negarme tantas veces como les
fuera posible para quedar bien ante quienes no comulgaban ni
comulgan con mi forma de ser.
El último periodista a quien aconsejé, por más que supiera
que mis consejos estaban abocados al fracaso y a lo
demás..., fue a Javier Cuenca. Cuando éste llegó a
“El Pueblo de Ceuta” como redactor jefe. Días pasados,
coincidimos en un restaurante céntrico y me contó lo que le
había ocurrido tras marcharse de este periódico a otro. Y le
respondí que, aunque todo el mundo está en su derecho de
practicar su libre albedrío, aunque en el intento se quede
sin habla, él había sido aleccionado de cómo se las gastan
ciertos individuos -e individuas- en la empresa a la que
llegó convencido de que era modélica. Ahora lleva en su
bolsillo una carta de despido escrita, según me dice, con
mucha prosopopeya. Y, claro, yo apostaría a que ha sido Juan
Luis Aróstegui el redactor de la misiva.
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