Es inevitable una reflexión sobre
el último magnicidio terrorista perpetrado por Al-Qaïda,
asesinando el pasado 27 en Rawalpindi con un novedoso “modus
operandi” a la carismática líder Benazir Bhutto, en un
planificado atentado en dos tiempos: previamente al
estallido indiscriminado de la bomba, un pistolero lograba
acertar mortalmente en la cabeza y en el cuello a la
emblemática política. Quizás tengan ahora algo de sentido
las líneas escritas en esta columna el pasado día 16 en las
que me hacía eco, peso al historial terrorista de Al-Qaïda,
de un sordo rumor existente en determinados medios: el
posible uso del “pistolerismo” como método en nuevos
atentados por parte del entramado organizativo de la red de
Al-Qaïda y sus satélites… Por lo que se ve era cierto.
Con el asesinato de Benazir Bhutto (primera mujer en 1988,
con solo 35 años, en acceder a la presidencia del gobierno
de un país islámico) a escasos días de las elecciones del 8
de enero, el salafismo yihadista de la red terrorista Al-Qaïda
logra asestar un doble golpe, decapitando una opción
política posibilista y creíble y abriendo una importante vía
de agua en la línea de flotación de la frágil estabilidad
social del Pakistán, un país parido precipitada y
sangrientamente en 1947 desgajándose de la India, país con
el que mantuvo dos guerras abiertas en 1948 y 1956 por el
control de Cachemira. No fue éste el último contencioso
territorial, pues la región oriental del país logró
secesionarse en 1971 formando el estado de Bangla Desh.
Pakistán, autoproclamado república islámica en 1956,
instauró un régimen parlamentario formal en 1973 tras
proclamarse la nueva Constitución, poco después del abandono
de la Commonwalth y del “paraguas” británico. Limitando sus
fronteras con cuatro países harto diferentes (uno comunista,
China, la hindú India y los estados musulmanes sunní de
Afganistán y shií de Irán), Pakistán ha desarrollado uno de
los ejércitos más fuertes del mundo (7º en el ranking según
el IIES de Londres) dotado anualmente con el 25% del
presupuesto (sobre 13000 millones de dólares), logrando
detonar en mayo de 1988 en Beluchistán (región desértica al
sudoeste del país, fronteriza con Irán y Afganistán) cinco
explosiones atómicas subterráneas mientras que el primer
ministro, Nawaz Sharif, no descartaba que su país fuera el
primero en recurrir a la utilización del armamento atómico
“para impedir (en clara referencia a la India) una agresión”
nuclear o, incluso, convencional. En octubre de 2001 dos
prestigiosos científicos, el ex director del programa de
armamento nuclear pakistaní y el ex jefe de ingeniería del
mismo organismo, son detenidos en Islamabad acusados de
colaborar bajo la cobertura de una organización humanitaria
instrumentalizada por Al-Qaïda, “Ummah Reconstruction”, para
facilitar una bomba atómica a la organización terrorista.
Una preocupante posibilidad que, según coinciden ya
diferentes analistas, es mera cuestión de tiempo.
En Marruecos, desde Ouarzazate, el rey Mohamed VI calificó
la agresión de “cobarde”, condenando el asesinato de Benazir
Bhutto con vigor. Pakistán es un país clave en la lucha
contra el terrorismo islamista, si bien hay serias dudas
sobre la fiabilidad ideológica y operativa de los miembros
de sus fuerzas armadas y de seguridad
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