La homosexualidad es algo que
perjudica a las personas y a la sociedad. Así se ha
manifestado un obispo de una diócesis tinerfeña. Y remata la
primera parte de sus declaraciones con la siguiente
revolera: “Está clarísimo que, en este sentido (en lo
referente a la homosexualidad), mi pensamiento y el de la
Iglesia es de respeto máximo a las personas”. Faltaría más.
Y continúa largando: “Pero, lógicamente, creo que el
fenómeno de la homosexualidad es algo que perjudica a las
personas y a la sociedad”. Y se quedó tan pancho.
Primera parte, como ustedes pueden comprobar, de un discurso
navideño, ahíto de amor y de tolerancia (!), por parte de
una autoridad eclesiástica. Se nota, durante unas fiestas
tan cristianas cual entrañables, cómo el obispo canario ha
querido dar un mensaje de paz en días tan adecuados para tal
menester. El siguiente paso de amor fraternal, en estas
fiestas, lo dio Bernardo Álvarez, que así se llama el
obispo, anunciando que las consecuencias de la
homosexualidad las pagaremos con creces. Como ya las pagaron
otras civilizaciones. Parece ser que su excelencia está
convencido de que habrá otro castigo bíblico. Y todo por
culpa de quienes gustan de orientarse sexualmente por otros
derroteros que no sean los heterosexuales.
Eso sí, inmediatamente, dada su condición destacada de
pastor de ovejas descarriadas, se pone atenuador al
comunicarnos que la homosexualidad es una enfermedad. “Una
carencia, una deformación de la naturaleza propia del ser
humano”. Y nos remite a los diccionarios de cuando recogían
que los homosexuales debían someterse a tratamiento
psiquiátrico. Y reniega de que ahora ello sea políticamente
incorrecto.
Menos mal, que el obispo no se ha atrevido a retrotraerse en
el tiempo para recordarnos qué hacían con los homosexuales
cuando el Jefe del Estado era llevado bajo palio. Entonces,
creo recordar que eran metidos en la trena, pelados al cero
y les daban aceite de ricino, con el fin de que por
retambufa les salieran los malos demonios causantes de la
enfermedad. Eso sí, semejante trato era discontinuo. O sea,
adaptado a las circunstancias del momento.
Aunque no a todos los homosexuales, claro está. Pues siempre
ha habido clases. Los hijos de papa, ricos y devotos de todo
cuanto le venía bien al régimen, lucían su pluma y su vena
en los mejores ambientes. Y hasta hacían, muchos de ellos,
sus pinitos en seminarios y congregaciones de jesuitas. A
estas personas, los suyos las tildaban de raros. Que lo de
maricón quedaba reservado únicamente para los que no tenían
donde caerse muertos. La hipocresía es maldad. Y los
hipócritas son detestables.
Y como el orden de los factores no altera el interés de este
obispo por mostrarse tan conciliador en unas fiestas tan
hogareñas, he dejado para el final lo que bien pudo ser el
principio de esta columna. Al referirse a los abusos de
menores, al obispo se le ve el plumero al cargar las tintas
sobre ellos. “Puede haber menores que sí consientan los
abusos. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están
de acuerdo, y además deseándolo. Incluso si te descuidas te
provocan”.
No me extraña, pues, que el obispado de Tenerife haya dicho,
con gran celeridad, que Bernardo Álvarez no ha querido con
sus declaraciones justificar el abuso de menores.
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