Me parecía difícil, muy difícil,
que, transcurridas casi tres décadas, pudieran repetirse los
enfrentamientos encarnizados entre el delegado del Gobierno
y el presidente de la Ciudad. Pero está comprobado que con
los políticos no caben las cábalas.
Tres décadas hace, más o menos, que Fernando Marín López
y Ricardo Muñoz -¡cuánto me gustaría poder hablar
de ello contigo!- se tiraban al degüello. El entonces
subdelegado no podía ver ni en pintura al alcalde. Y éste,
cada vez que se le presentaba la oportunidad, allá que ponía
a Marín López como chupa de dómine. Hubo momentos en que la
inquina entre ambos se pasaba de castaño oscuro. Y la gresca
despertaba recelos en la aún todopoderosa comandancia
General.
Tampoco conviene olvidar de qué modo Manolo Peláez
trataba por todos los medios de buscarle las vueltas a
Aurelio Puya. Con la ayuda inestimable de
Francisco Fraiz. En ocasiones, las reyertas entre
tales autoridades parecían propias de jaques. Acompañados
ambos de su cohorte de tipos arrogantes y bravucones. Lo
cual se traducía en plenos municipales donde tenían cabida
insultos, agresiones, y el consiguiente y habitual patatús
de fémina, a conveniencia del guión perteneciente al orden
del día.
Luego, con la llegada de un delegado del Gobierno nacido en
Tarifa, a quien los académicos de la ciudad le echaban en
cara, continuamente, su falta de estudios universitarios, la
cosa fue de mal en peor: porque Francisco González Márquez,
hombre de calle y muy bien asesorado, no se arrugó lo más
mínimo ante la arrogancia mostrada por Fraiz y Montero.
De aquellas trifulcas, anduve siempre muy al tanto. Y hasta
sufrí la pérdida de mi empleo por culpa de unos políticos
preocupados, por encima de todo, de tener repleta la “ubriqueña”.
Fue la época en la cual tocaba cerrar un periódico con el
fin de mantener el monopolio del decano. Y se cerró.
Y qué decir de las discrepancias habidas entre la llorada
María del Carmen Cerdeira y Basilio
Fernández. Aunque es bien cierto que la primera supo
siempre estar por encima de las circunstancias (a propósito:
no he hecho, cosa extraña en mí, la menor mención a la
derrota en los juzgados del socialista Fernández. Un
varapalo merecido por querer presumir de ser más socialista
que nadie. Cuando carecía de méritos para sacar tanto
pecho).
En lo tocante a las relaciones entre Luis Vicente Moro
y Antonio Sampietro, creo que son merecedoras de que
les dedique capítulo aparte. Ya que fueron dignas de hacer
con ellas un libro en el cual primarían los escándalos en
todos los sentidos.
Como verán ustedes, los enfrentamientos entre delegados del
Gobierno y alcaldes existen, en Ceuta, desde hace treinta
años. Sin querer ahondar en las malas relaciones que
tuvieron Antonio López Sánchez-Prado y el delegado de
su época, por mor de los dineros que no llegaban de Madrid
para dar empleo a los que carecían de él y no tenían para
poner la olla. Porque es tarea que corresponde a Paco
Sánchez.
Lo que está ocurriendo entre Vivas y García-Arreciado es
inadmisible. Y nos demuestra que, aunque la vida ha cambiado
en muchos aspectos y para bien, los políticos siguen con su
carcunda a cuestas. En esta disputa, desafortunada, la
imagen de Vivas es la que puede salir más dañada. Debería,
pues, cortarla de raíz.
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