Según salía de casa atravesando
las callejuelas de la medina, circundada por viejos
bastiones defensivos del siglo XVI, fogatas encendidas por
la muchachada en las esquinas quemaban las cabezas de los
animales sacrificados, llenando el aire de humo acre y un
olor a cuerno quemado. Les pongo estas líneas a la vera de
la gran mezquita “Hassán II”, al lado de la explanada y
cerca del colegio “Al Edrissi” donde el viernes 30 de
noviembre caía, brutalmente masacrado por un brigada de la
policía y varios cómplices del asesino (todos miembros de la
BLIR, “Brigada Ligera de Intervención Rápida”, desplazada
recientemente para reforzar ¡la seguridad! de la capital
económica del Reino) un jovencísimo estudiante de 16 años,
Hamza, al que estos días recuerda un atribulado vecindario.
Me lo cuentan en la cafetería “Espace El Arsa”, frente al
acuartelamiento del “Secteur Marítime Centre” de la Marina
Real (instalaciones con el típico aire del colonialismo
francés) donde me he refugiado de la lluvia a tomar un té.
La buena gente solo quiere que se haga justicia castigándose
a los culpables. Sin subterfugios o componendas.
Entré el jueves en Casablanca (una de las grandes metrópolis
de África) ya de noche, en medio de un fuerte tráfico y una
obstinada lluvia presente desde Bouznika. Por aquí hubo un
asentamiento fenicio en el siglo VI antes de la Era Común y
en sus inmediaciones se han encontrado interesantes restos
humanos del Paleolítico, entre ellos el famoso “Hombre de
Casablanca” hallado un año antes de la Independencia, en
1955, en la cueva de Sidi Abderrahmán. Con 8000 habitantes
en 1860 y sobre 20000 en 1907 la ciudad fue lanzada al
desarrollo por un conocido militar “africanista” de
reconocido prestigio, el mariscal francés Lyautey, entre
1912 y 1925 siendo en la actualidad, con varios millones de
habitantes, el pulmón económico y financiero (además de un
quebradero de cabeza en el plano de la seguridad) del Reino
de Marruecos.
Ayer por la mañana, a primera hora, participé con mi machete
reglamentario del AK-47 (de factura rusa, recuerdo de los
tiempos de Oriente Medio) en un ritual milenario, degollando
con un rápido y limpio tajo a un rollizo cordero de menos de
un año con el que contribuía (1500 dirhams al cambio) a la
fiesta familiar, que agonizó con presteza ahogado en su
propia sangre en menos de un minuto. Todo en honor al común
padre Abrahám (Ibrahim para los musulmanes), quien a punto
estuvo de sacrificar a su propio hijo llevado de su celo por
Dios (o Yahvé, o Alláh… ¡qué más da!) como nos describe, con
colorista y trágica rudeza no exenta de poesía, el texto de
la Biblia hebrea. Todo Marruecos vibra con ritmo de tribu:
desde el aduar más humilde, en las nevadas cumbres del Atlas
o en las doradas arenas del desierto, al chalet de cualquier
lujosa urbanización. De las azoteas cuelgan lanudas pieles
desolladas. Racionalizo la experiencia, siendo consciente de
que he tomado parte en un antiquísimo ritual que marca, en
la historia de la fenomenología de la religión, el tránsito
entre la ruptura con los sacrificios humanos a su
sublimación por medio de una ofrenda animal, como practica
el Islam siguiendo los pasos del Judaísmo; la teología
cristiana lo depuró aun más. Pero esa es ya otra historia.
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