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OPINIÓN - MARTES, 18 DE DICIEMBRE DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

El mercado de abastos
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Escribir de Barcelona, aunque sea la de los años 70 y parte de los 80, es exponerme a que el Quim Sarriá me enmiende la plana, porque él se sabe de memoria la vida de una ciudad que daba gusto frecuentarla cuantas más veces mejor. Espero, pues, no merecer ninguna reprimenda del hombre que un día decidió abandonar su tierra para crecer profesionalmente en otra que, si bien no se amarraban los perros con longanizas, ofrecía más oportunidades en muchos aspectos.

Aquella Barcelona de la década de los setenta, sobre todo, fue la que a mí me tocó visitar en bastantes ocasiones. Ya que fueron muchos fines de semana, durante bastantes años, los que pasé en ella. Casi siempre alojado en el vetusto Hotel Oriente, en plena Rambla; establecimiento donde me sentí siempre muy bien tratado por sus empleados, debido a la amistad surgida por mis constantes hospedajes. En el patio de aquel hotel, grande y preferido por los barceloneses para celebrar sus fiestas vecinales, y todo tipo de acontecimientos, tuve la suerte de que personas destacadas del mundo del fútbol, en cuanto se enteraban de mi llegada, decidieran montar una tertulia que se nos hacía muy corta. La organizaba, casi siempre, Juan Pareja: de profesión agente comercial. La cual simultaneaba con negocios futbolísticos. De ahí sus extraordinarias relaciones con figuras de la talla de Gustavo Biosca; Juan Segarra; Chus Pereda; Domingo Balmanya, Luis Miró, etcétera.

En aquel hotel, cuando los años 70 estaban en sus albores, conocí a Abel Matute. Me lo presentó Juan Gallego: paisano y compañero de colegio que se había abierto camino en la Ibiza donde Matute era ya el dueño del cortijo.

Pero, al margen de las relaciones sociales y de atender a mis tareas futbolísticas, lo que a mí me chiflaba de Barcelona era pasear por La Rambla. Para empaparme del ambiente de sus quioscos, de sus puestos de flores...; respirar el cosmopolitismo de sus terrazas, prestar atención a los corrillos y, desde luego, admirar el paso de mujeres dispuestas a romper con un pasado que había sido ignominioso para ellas. Curioso: estando tan cerca del hotel, nunca me dio por entrar en la sala de fiesta “El Cordobés”. A mí me apetecía más cruzar la calle

y buscar el Restaurante “Los Caracoles”. Me encantaba acceder al comedor por la puerta de entrada a los fogones. Porque también me llevaba muy bien con el propietario. Y por supuesto, las noches de ópera o ballet, allá que me apostaba en los alrededores del Liceo para deleitarme con la presencia de señoras que se metían por los ojos.

Sin embargo, a pesar de cuanto he referido, mi estancia en Barcelona me permitía disfrutar de algo singular: de un mercado que nada tenía que ver con ningún otro mercado de España, entonces. Acostumbrado a ver las llamadas plazas provinciales de abastos o los mercados enormes, semejantes al de Legazpi en Madrid, el Mercado de La Boquería me pareció un centro comercial digno de encomio. En aquel recinto todo era higiene...; olía a limpio, a frescura. Y destacaban vendedores que vestían prendas inmaculadas. Y qué decir de las vendedoras: coquetas, con sus pregones atractivos y sus guiños sensuales. Barcelona, la culta y adelantada en Europa, entendió pronto que un Mercado de abastos puede ser un lugar de recreo para la vista y un deleite para el olfato.
 

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