Escribir de Barcelona, aunque sea
la de los años 70 y parte de los 80, es exponerme a que el
Quim Sarriá me enmiende la plana, porque él se sabe
de memoria la vida de una ciudad que daba gusto frecuentarla
cuantas más veces mejor. Espero, pues, no merecer ninguna
reprimenda del hombre que un día decidió abandonar su tierra
para crecer profesionalmente en otra que, si bien no se
amarraban los perros con longanizas, ofrecía más
oportunidades en muchos aspectos.
Aquella Barcelona de la década de los setenta, sobre todo,
fue la que a mí me tocó visitar en bastantes ocasiones. Ya
que fueron muchos fines de semana, durante bastantes años,
los que pasé en ella. Casi siempre alojado en el vetusto
Hotel Oriente, en plena Rambla; establecimiento donde me
sentí siempre muy bien tratado por sus empleados, debido a
la amistad surgida por mis constantes hospedajes. En el
patio de aquel hotel, grande y preferido por los
barceloneses para celebrar sus fiestas vecinales, y todo
tipo de acontecimientos, tuve la suerte de que personas
destacadas del mundo del fútbol, en cuanto se enteraban de
mi llegada, decidieran montar una tertulia que se nos hacía
muy corta. La organizaba, casi siempre, Juan Pareja: de
profesión agente comercial. La cual simultaneaba con
negocios futbolísticos. De ahí sus extraordinarias
relaciones con figuras de la talla de Gustavo Biosca;
Juan Segarra; Chus Pereda; Domingo Balmanya,
Luis Miró, etcétera.
En aquel hotel, cuando los años 70 estaban en sus albores,
conocí a Abel Matute. Me lo presentó Juan Gallego:
paisano y compañero de colegio que se había abierto camino
en la Ibiza donde Matute era ya el dueño del cortijo.
Pero, al margen de las relaciones sociales y de atender a
mis tareas futbolísticas, lo que a mí me chiflaba de
Barcelona era pasear por La Rambla. Para empaparme del
ambiente de sus quioscos, de sus puestos de flores...;
respirar el cosmopolitismo de sus terrazas, prestar atención
a los corrillos y, desde luego, admirar el paso de mujeres
dispuestas a romper con un pasado que había sido ignominioso
para ellas. Curioso: estando tan cerca del hotel, nunca me
dio por entrar en la sala de fiesta “El Cordobés”. A mí me
apetecía más cruzar la calle
y buscar el Restaurante “Los Caracoles”. Me encantaba
acceder al comedor por la puerta de entrada a los fogones.
Porque también me llevaba muy bien con el propietario. Y por
supuesto, las noches de ópera o ballet, allá que me apostaba
en los alrededores del Liceo para deleitarme con la
presencia de señoras que se metían por los ojos.
Sin embargo, a pesar de cuanto he referido, mi estancia en
Barcelona me permitía disfrutar de algo singular: de un
mercado que nada tenía que ver con ningún otro mercado de
España, entonces. Acostumbrado a ver las llamadas plazas
provinciales de abastos o los mercados enormes, semejantes
al de Legazpi en Madrid, el Mercado de La Boquería me
pareció un centro comercial digno de encomio. En aquel
recinto todo era higiene...; olía a limpio, a frescura. Y
destacaban vendedores que vestían prendas inmaculadas. Y qué
decir de las vendedoras: coquetas, con sus pregones
atractivos y sus guiños sensuales. Barcelona, la culta y
adelantada en Europa, entendió pronto que un Mercado de
abastos puede ser un lugar de recreo para la vista y un
deleite para el olfato.
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