Se acercan a pasos agigantados las
fiestas navideñas. Los años van pasando a una velocidad de
vértigo y, siempre, sin que fallen ningunas de las
estaciones en que están divididos. Sin embargo no son los
años los que pasan a esa velocidad de vértigo, sino nosotros
pobre mortales incapaces de poner freno a esa velocidad que
es siempre la misma. Porque, en definitiva, no son los años
los que pasan, sino nosotros a esa velocidad que al hablar
del tiempo todos achacamos a los tacos de almanaque.
Cuando más de prisa, nos parecen que pasan los años, es en
esa cuesta abajo que iniciamos al cumplir cierta edad donde
sabemos, con toda seguridad, que nuestro tiempo se va
acortando y agotando, sin que podamos hacer nada por
evitarlo.
Todos tenemos una fecha de caducidad marcada en nuestras
vidas. Y esa fecha no se puede borrar, ni cambiar por otra a
más largo tiempo de duración incluso para todos aquellos,
cuya única finalidad en la vida ha sido atesorar una
fortuna, pensando que con dinero todo se puede comprar.
Para desgracias de todos ellos, hay dos cosas en la vida que
nos hacen iguales, a los que tanto tienen y a los que nada
tenemos, nacer y morir. Todos nacemos por el mismo sitio y
en pelotas picadas, y la muerte cuando llega no hace
diferencia alguna entre el rico y el pobre. Para ella, para
esa señora desconocida, el dinero y la pobreza le son,
totalmente, indiferentes.
Todos nosotros, ricos y pobre, somos simples marionetas
guiadas por las manos invisibles que soportan esos hilos que
nos hacen representar el papel que, a cada uno de nosotros,
nos ha sido asignados en este gran escenario que es el
mundo.
Marionetas frágiles que, en cualquier momento, por la sola
decisión de quien mueve los hilos, se pueden venir al suelo
y decirle adiós a este escenario donde se nos ha colocado
para realizar unas misiones que en ocasiones, a pesar del
paso de los años, no entendemos cuáles son.
Todo ello me trae a la memoria esa enorme cantidad de
ambiciosos, esclavos de ese papel asqueroso y maloliente que
es el dinero en su lucha por tratar, por todos los medíos
sean lícitos o no, amasar la mayor fortuna posible. Pobres
marionetas, comedoras y parlanchinas que viven esclavos de
un maldito papel que, al fin de cuentas, no les va a valer
de nada a la hora de tener que decir adiós de este mundo.
Seguramente, no me cabe la menor duda, todos estos
ambiciosos esclavos del dinero, sean felices recontando sus
fortunas y tramando la manera de que estas aumenten cada
día, sin importarles para nada el amor de su familias, ni
toda esa gente que pasan hambre porque no tienen nada que
llevarse a la boca. Ellos sólo sienten amor por el dinero e
incluso creen que, como este todo lo puede comprar, pueden
adquirir el amor verdadero. ¡Pobres diablos!
Se acerca la navidad, mis recuerdos vuelan a un ayer muy
lejano, donde la solidaridad entre las personas alcanzó su
máxima cota. Esa solidaridad, llegando la navidad, quedó
plasmada en todos los barrios humildes de mi tierra. ¡Que
felices éramos sin dinero!.
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