Las carreteras españolas sangran
cual venas abiertas como estos días hemos vuelto a ver en el
conocido ya como “Puente de la Constitución”, que va dejando
a un lado la tradicional festividad de la “Inmaculada
Concepción de María” del 8 de diciembre. Aunque determinados
medios jaleen desde la perspectiva cristiano-católica el
evento (están en todo su derecho y en la España actual el
catolicismo sigue representando a una amplísima y respetable
parte de la población), lo cierto es que el devenir de
nuestro país va vertebrando cada vez más las filas de la
aconfesionalidad, si bien el peso (político, económico,
mediático y religioso) de la Iglesia Católica sigue
gravitando sobre la sociedad resistiéndose a una influencia
más espiritual e inmiscuyéndose -burda e ilegítimamente- en
vidas, haciendas y conciencias. “Mi Reino no es de este
mundo” dijo el “rabí” Jesús de Galilea, pero la
multinacional con sede en el Vaticano sí y, no digamos ya,
su aventajada discípula: la Iglesia Católica española,
especialista en jugar a las bandas que hagan falta con tal
de seguir manteniéndose, con más oportunismo que vergüenza,
en el machito. Y a la historia me remito que, en expresión
cervantina, “con la Iglesia hemos topado amigo Sancho”.
El dogma de la Inmaculada -uno más-, según el cual la Virgen
María fue preservada de todo pecado desde su concepción fue
establecido tardíamente el 8 de diciembre de 1.854 por el
Papa Pío IX, basándose en la interesada lectura de solo dos
de los evangelios sinópticos, los de Mateo y Lucas,
malamente traducidos al latín por San Jerónimo en su
“Vulgata”. En los evangelios de Marcos y Juan no encontramos
una línea sobre tan trascendental acontecimiento ni,
tampoco, en las epístolas atribuidas a Pablo, el testimonio
escrito más cercano a la historicidad de los hechos que se
narran (consulte usted Romanos 3, 9 y siguientes). Según la
versión de la Biblia manejada en mi niñez y que conservo
como oro en paño, la Nácar-Colunga, la “concepción
milagrosa” fue obra del Espíritu Santo entendido,
sutilmente, como una “fuerza divina carismática” con la idea
de enmascarar la grosera realidad que nos remitiría a otro
dogma insufrible, el de la Santísima Trinidad, asumiendo el
cual nos encontraríamos con que Jesús (Hijo) tendría ¡dos
paternidades!: la primera (Padre) y la tercera (Espíritu
Santo) personas de la Trinidad. Por no hablar del acrónimo
con en el que irónica y popularmente somos conocidos los
llamados José: “Pepe”, ya saben, juntando las dos primeras
letras de “Pater putatibus” (Supuesto padre) con el que era
conocido el maduro, sufriente, ingenuo y tolerante
carpintero desposado con la doncella María.
No se descomponga, amigo lector, si es usted católico y
hágase un favor: lea directamente la Biblia… e interprete.
Ahora puede, su querida Iglesia ya no monopoliza el texto ni
le va a excomulgar (o aun peor, ¡quemarle en la hoguera como
a tantas miles de inocentes víctimas!) por consultar las
Sagradas Escrituras. Y que le expliquen por qué reputados
varones (algunos Padres de la Iglesia) como San Agustín, San
Bernardo, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, o
incluso papas como León I (quién en un sermón de la Navidad
del 440 afirmó que “Sólo el señor Jesucristo nació
inmaculado”) e Inocencio III (1216) no asumían esa creencia.
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