La tragedia tantas veces imaginada en los últimos meses ha
terminado por consumarse en una fría mañana de sábado, en el
sur de Francia. ETA ha vuelto a matar eligiendo como
víctimas a dos servidores del Estado, dos jóvenes que no
hace mucho tiempo tomaron la decisión de consagrar su vida a
defender los derechos y libertades de sus compatriotas y
hacerlo de una de las mejores maneras posibles: ingresando
en la Guardia Civil, una de las instituciones más eficaces y
abnegadas de nuestra democracia.
En estos momentos sería mezquino y muy poco práctico caer en
esa clase de discursos que tanto ayudan a los terroristas.
Me refiero a aquellos discursos que, ya sea para
racionalizar algún resentimiento o bien para buscar réditos
políticos, aplican la goma de borrar a las lindes que
delimitan la absoluta culpabilidad de los asesinos
sugiriendo o denunciando responsabilidades indirectas que
alcancen el ámbito del Estado y sus gobernantes, el de
cualquier partido político legítimo o el de algún sector de
la ciudadanía pacífica. No puedo evitar recordar con
repugnancia a aquellos vociferantes que pocas horas después
de producirse los atentados del 11 de marzo de 2004 se
empecinaban en llamar “asesinos” a varios miembros del
gobierno Aznar. Debemos volver a recordar lo que tanto
tiempo y sufrimiento costó aprender, y lo que parecía
haberse olvidado en los últimos tiempos: en un país
democrático amenazado por minorías involucionistas y
agresivas como ETA (y también las que representan las
ubicuas tramas yihadistas) las fuerzas políticas pacíficas y
legítimas no pueden considerarse entre sí como bandos
enemigos (ni mucho menos tratarse como tales). A su vez,
aunque la cercanía de las elecciones generales pudiera
facilitar una rápida recaída en el navajeo propagandístico
cuando pasen los primeros días de duelo es urgente que
políticos y ciudadanos cobren conciencia de los riesgos que
acarrearía esa deriva. La recuperación de la controversia
electoralista en asuntos de terrorismo podría aumentar los
incentivos para cometer nuevos y más letales atentados al
incrementar primeramente el potencial desestabilizador de
tales actos. Por eso mismo, y aunque es seguro que alguien
deseará hacerlo, esperemos que nadie se atreva ahora a
culpar al actual gobierno el atentado del pasado sábado. No
debiera hacer falta, pero conviene afirmar con rotundidad
que el actual gobierno no puede ser responsabilizado de la
violencia de ETA, como tampoco pudo culparse de la misma a
los gobiernos de Aznar, González o Suárez. Las
responsabilidades que cabe exigir a nuestros gobernantes en
relación al tratamiento del asunto etarra son otras.
Ante todo, el gobierno debe abandonar inmediatamente y para
siempre la estrategia del desprecio que ha venido aplicando
a quienes se opusieron a su plan de negociación con los
criminales. En la vida política actual (y sin excluir a
ningún partido) el reconocimiento público de los propios
errores morales es un hecho insólito, casi impensable, menos
aún en fase electoral. Así, es previsible que quienes
pusieron en duda la honestidad moral de las víctimas y
quienes exigieron un “cordón sanitario” para aislar a una
derecha a la que se quería tildar de fascista, extrema y
“gótica” jamás pedirán perdón por sus infamias. Los
infamados deberán conformarse con la desaparición de esa
dialéctica, y seguramente lo harán.
Donde no debería darse ninguna clase de indulgencia es en la
demanda al gobierno para que aprenda de sus errores
cosechados en la gestión del tema etarra, que han sido muy
diversos, y los rectifique. Algunas pistas apuntan en esa
dirección: por ejemplo, algunas de las palabras pronunciadas
por el presidente y en ministro del Interior en horas
posteriores al atentado del pasado sábado y, en especial, el
comunicado emitido por el congreso en la tarde de ese mismo
día. Las palabras públicas son más importantes de lo que se
piensa porque comprometen a quienes las pronuncian, o así
debería ser…. Aprovechando la pervivencia de aquel mito que
declara la imposibilidad de derrotar a los terroristas por
métodos policiales y judiciales, el gobierno ha pasado
varios años utilizado el lenguaje para preparar a los
ciudadanos a imaginar un “fin dialogado de la violencia”
mientras se asimilaba subrepticiamente el problema de ETA a
una guerra inexistente. Las declaraciones institucionales de
los últimos días serán una señal tanto más fiable cuanto más
perdure en el tiempo y más se aproximen al discurso
defendido por sus opositores desde el inicio de la
legislatura: el discurso de la derrota de ETA, que nunca
debió abandonarse. Sin embargo, a estas alturas sólo los más
ciegos seguidores del presidente estarían dispuestos a
interpretar sus meras palabras como una prueba definitiva de
una rectificación definitiva que debiera concretarse en
hechos y decisiones que demuestren una ofensiva judicial,
policial y política sin más limitaciones que las que
establezcan nuestras leyes. Desde luego, será difícil
olvidar que fue el mismo líder que propuso el Pacto por las
Libertades y contra el Terrorismo quien cambio su posición
nada más llegar al poder. Por su parte, los defensores del
gobierno aducirán como prueba de rectificación el incremento
de la actividad policial y las últimas detenciones
constatadas en los últimos meses. Ciertamente, el cambio en
este sentido es indudable y debe ser reconocido. Pero ¿qué
otra cosa podía hacer el gobierno tras una ruptura de la
tregua que anunciaba próximos atentados sino cumplir con su
responsabilidad de minimizar tales riesgos? Por otro lado,
la presión sobre ETA admitiría mayores intensidades,
especialmente en el terreno de sus fuentes de financiación y
del acoso a los elementos de Batasuna que aún permanecen en
libertad. Asimismo, son pocos los que dudan de que nuestros
gobernantes no están haciendo todo lo que podrían para
revocar el actual estatus legal de los actuales satélites
políticos de ETA: ANV y PCTV. Finalmente, y volviendo al
ámbito de los discursos, el gobierno tiene en sus manos la
posibilidad de confirmar a ETA un cambio radical de actitud
retirando la moción emitida años atrás por el Congreso para
dar respaldo a su “diálogo” con la organización armada.
Resumiendo, a muchos nos gustaría llegara a comprobar que el
dolor que hoy sienten las familias de los guardias civiles
Raul Centeno y Fernando Trapero marcará un punto de
inflexión respecto a la desunión de los españoles en la
acción contra ETA y a la errática política antiterrorista
que han caracterizado estos últimos años. Es tiempo de
corregir el rumbo. Esa corrección requiere que el propio
gobierno y sus partidarios se convenzan de que la lucha
contra el terrorismo no puede admitir atajos ni estará
exenta de sufrimiento, de que el miedo y el apaciguamiento
sólo sirven para envalentonar a los terroristas y de que la
derrota de ETA es realmente posible, que lo es.
* El ceutí Luis de la Corte Ibáñez es profesor de Psicología
Social de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM),
subdirector del master de Ciencias Forenses de la la UAM e
investigador de ‘Athena Intelligence’. Artículo publicado en
www.bastaya.org.
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